El perdón: el arma poderosa de Madiba

Por Valentina Issa
@valen_issa

 

 

 

“Soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma”[1]

 

Nelson Mandela fue víctima de la más cruel y abierta opresión. No solo como un ciudadano de color en la cotidianidad de la Sudáfrica del apartheid, sino como el ejemplo vivo de lo que el poder opresor es capaz de hacerle a quienes desafían sus postulados arbitrarios. La historia es algo más o menos así: después de casi 3 siglos de colonización inglesa y holandesa en el territorio que hoy ocupa Sudáfrica, una población minoritaria de “africanos blancos” (descendientes de esos holandeses e ingleses colonizadores) dominaba y oprimía a la mayoría africana negra –y originaria de esas tierras-, incluso después de que el país se convirtiera en una nación autónoma e independiente de los colonos. Los blancos nativos dictaban las normas y decidían cómo tenía derecho a vivir cada quien, al fin y al cabo, ellos habían nacido en esa tierra también y nadie podía llamarlos invasores. Sí eran, a su entender, superiores. Pero hay algo con lo que nunca cuenta el opresor, algo maravilloso e invariable que tiene el oprimido internamente sin importar que el entorno lo pisotee desde su llegada al mundo: la aspiración de ser libre. Mandela fue el portador de esa aspiración en nombre de todos los oprimidos del mundo.

 

Su rebeldía contra la opresión de los blancos le causó muchas dificultades personales, su lucha pacífica por la igualdad de oportunidades para todos los sudafricanos sin importar el color de su piel lo convirtió en un “terrorista” y le ocasionó la privación de su libertad durante 27 años, durante los cuales fue víctima de abusos físicos y verbales, fue obligado a cumplir trabajos forzosos en condiciones insalubres que ocasionaron daños irreversibles a su vista, y por años le fue concedido el derecho a visitas y a la recepción y envío de cartas solo una vez cada 6 meses. Por 27 años estuvo lejos de su familia, no vio a sus hijos crecer, no pudo estar cerca de su esposa. Y mientras él padecía todo eso individualmente, sus compatriotas continuaban siendo oprimidos, segregados y humillados con el apartheid. Solo recibían educación “adecuada a su naturaleza y sus necesidades” pues no tenían por qué adquirir habilidades para trabajos a los que nunca podrían acceder en la sociedad. Fueron privados de la ciudadanía sudafricana para convertirse en miembros de una de 10 tribus definidas por la minoría blanca. El gobierno segregó el acceso a la salud, playas, espacios públicos proveyendo a las personas de color con servicios de calidad inferior.

 

Suficientes razones tenía Madiba para odiar a su opresor, y para querer oprimirlo y dominarlo de vuelta. Paulo Freire, el padre de la pedagogía moderna, y estudioso de la opresión, explica justamente que el ideal humano a perseguir para el oprimido es el de su opresor, y en la primera fase de su camino hacia la libertad solo desea ser como él. Solo desea imponer su individualidad a otros, solo desea ser poderoso. Muchos oprimidos en busca de libertad se quedan en esa fase y nunca salen de ella, pero algunos (muy pocos, en realidad) llegan a entender la gravedad y lo histórico de su rol: deben liberarse a sí mismos y liberar a sus opresores también[2]. Madiba atravesó todas las fases en su camino hacia la libertad, y sí quiso en algún momento eliminar al enemigo, pero al final del camino y en el momento más importante –al momento de salir de la cárcel y tener la oportunidad de gobernar su país-, tenía claridad absoluta de dos cosas: 1) su opresor es también un prisionero de sus prejuicios y su intolerancia[3], y 2) si al salir de los muros de la cárcel aún odiaba a sus opresores, eso significaba que aún lo tenían preso y bajo su control.

 

Madiba tuvo la extraordinaria habilidad de entender la humanidad de su opresor, sus motivaciones y sus aspiraciones y de ponerse en sus zapatos. También contó con una extraordinaria compasión hacia él y con el don de verlo como su par, como su igual, como acreedor y titular de sus mismos derechos. Esta visión trajo consigo detractores y mucha resistencia entre sus compañeros de lucha quienes siendo mayoría, y teniendo a uno de “los suyos” en el poder entendían que ahora era SU momento de prevalecer por encima de los demás. Pero él no tuvo temor de poner en riesgo su capital político arrollador en nombre de un bien superior del que logró convencer a todos –partidarios y oponentes-, del ideal último por el que dijo estar dispuesto a morir: una sociedad libre en la que todas las personas vivan juntas, en armonía y con igualdad de oportunidades.

 

Para este fin, el perdón fue un arma decisiva y certera que practicó él mismo y que invitó a todos los sudafricanos a utilizar con gallardía en los procesos de perdón, justicia y reconciliación de los abusos del apartheid. Con ella desarmó a su opresor, a quien no le quedó más alternativa que cooperar y pasar la página. Ya Madiba había convencido al mundo, y lo había hecho desde la convicción de que nada ni nadie podía dominar su destino ni gobernar su alma, sólo él podía hacerlo. En el perdón radica la grandeza de Mandela.

 

 


[1] Del poema “Invictus” de William Ernest Henley, uno de los predilectos de Mandela.

[2] Freire, Paulo. La Pedagogía del Oprimido. 1970

[3] Bill Clinton en su introducción al libro “Largo Camino hacia la Libertad” de Nelson Mandela

 

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