Elogio al ahorro

Resultado de la encuesta Casen

Uno escucha la palabra ahorro en Venezuela y siente como la realidad se orina sobre el rostro de cada uno, socarrona, burlándose de los exiguos dos dedos de frente donde llevamos colgada la esperanza de no tropezar con algún bachaquero que nos venda la “vida” a cinco mil bolívares el kilo. Uno pronuncia la palabra ahorro bajo la égida del socialismo del siglo XXI y no hay línea breve donde no cabalguen la ironía más ácida, la rabia mordisqueando las vísceras, la plusvalía del pelabolas posicionada en toda opinión, todo análisis, todo futuro anodino entre las manos desoladas.

Imaginemos por un momento los visos de un joven recién graduado de arquitecto, aspirante iniciático del progreso en nuestra economía minusválida, al mejor estilo de las vacas sifilíticas disfrazadas con discursos deslenguados para disimular su flacura cien por ciento libre de futuro. A lo sumo, si opta por ser un arquitecto independiente, podría diseñar cantinas ecológicas para los colegios donde estudian los niños bien, hijos de cuanto ministro, diputado o enchufado al gobierno, que tiene por bien gastar sumas demenciales en la educación progre de sus niños salvos de la crisis.

También existe la posibilidad de vender el alma al diablo y diseñar los misericordes nichos de la arquitectura nacional socialista: las casitas dolorosas de la gran misión vivienda Venezuela. Epitomé de ratonera endilgada en palacio, restauradora de la dignidad urbanística del país, coronada por la grandilocuencia populista como elogio a la siembra del petróleo, como ofrenda del Estado a la inversión social, o más bien, como la estafa que ha sido durante diecisiete años este gobierno, ufanado en devolvernos la historia que nos robaron de las manos, desde la vanidad y la soberbia más escandalosas ¡válgame Dios!

O bien, alineado a la nueva antropología geográfica del venezolano, se asume como el muchacho a quien le patearon el futuro por el trasero. Huérfano espiritual en una sociedad de hitos y ahítos donde puede gritar su protesta, mientras el poder agudiza la sordera en alguna alocución donde se tributa al absurdo. Y él, joven cuya esperanza insiste contra todo pronóstico (hasta que el nihilismo lo alcance y absorba), calcula desmesuradamente los meses, los trámites, los dólares y los dolores que el ahorro le permita para irse del país; sobre todo, para irse de quien en algún sueño futurista se planteó ser alguien.

Mientras tanto los gurús del ahorro, la boliburguesía en su nuevorriquismo propagandístico, siguen aupando el progreso de los venezolanos en materia económica, desde sus arcas mórbidas donde guardan con celo de hiena hambrienta, los miles de millones de dólares que han robado del erario público, sometiéndonos a la más pornográfica crisis económica jamás vivida en la historia republicana del país. Ese ha sido el único proceso real para amasar ahorros en tiempos de totalitarismo: la corrupción. Ese cáncer que no estima bienes en el bolsillo común de los ciudadanos.

El manual de buenas prácticas socialistas dice: “billete que veas ocioso por allí, llévalo a tu cuenta de ahorros, engórdalo y sal corriendo de aquí”. Porque en algún momento han de tomar sus maletas henchidas de estafas y desmadres, e irse a los confines donde pudieron amasar grandes cantidades de dinero. Porque toso se vale, menos ser un pelabolas, reza el manual. Basta con echar una miradita chismosa a los negocios de los socialistas naif para darse cuenta de su ética de ahorro: cuantas bancarias en Andorra, empresas off shore en Panamá, mercado de cocaína, lavado de dólares, y para usted de contar.

No hay sistema de ahorro más eficaz, más elocuente, más asesino y ladrón. Los políticos del nacional socialismo celebran tener a auténticos chamanes del guiso, maestros de la veredita infame llamada corrupción, gurús de la estafa políticamente correcta, que asumen como lugar común de la salvación del futuro: “quien está en el poder y no roba, es un pelabolas”. Porque hacer la revolución pasa por allí, por meter la mano en el caldo, por el “a mí lo mío me lo dejan en la olla, o el ya clásico “a mí me ponen donde haya”. Esa es la epistemología del ahorrista revolucionario: robar.

De todas las revoluciones que han devastado al mundo, nos tocó la más hambreada. Una que habla de la redención de los pobres con Rolex en mano. Una que grita pitiyankee go home pero viste de Prada. Una que predica a Marx, reza a Lenin y tiene empresas maletín con las cuales goza del festín dolariego. No sé si algún economista bonachón se ha detenido a calcular los desmadres en números, vocablos y maldiciones que han desintegrado y podrido el sistema económico del país. En fin, el ahorrista del futuro roba el erario público y denuncia al neoliberalismo salvaje con Silvio Rodríguez de fondo.

Si algo se ha mantenido fresco y rosado en diecisiete años, es el ahorrista del futuro. Nuestro ahorrista en peligro de extensión, predica cosas tales como: decretar fuera de servicio a cajeros automáticos en fechas de pago de sueldos y salarios. Porque ese es un modo eficaz de estimular el ahorro en tiempos de revolución. Y como no deja de asombrarnos semejante destello de perspicacia política, sólo queda patentar ese tipo de emprendimiento con algún nombre que la posicione en el mercado: “Stand up tragedy”, pericias y vericuetos del ahorrista en tiempos de revolución socialista.

Eso sería un elogio al emprendimiento, a la responsabilidad. Eso sería auspiciar la coherencia, la sindéresis, algo de razón. Ver en cadena nacional al presidente protagonizando semejante show, nos colocaría en la palestra internacional de la comedia. Por un momento pensemos en Nicolás Maduro, sincero ante las cámaras, con su aspecto de basquetbolista asmático. Todo sapiencia, todo rigor, iluminado, repartiendo como pan caliente los secretos de su arte milenario, cual prestidigitador de la estafa, la engañifa y el dislate. Eso sería enfrentar la desgracia que somos con buena cara.

Eso sería un justo y saludable acto heroico. Eso fundaría la nueva épica republicana: obrar desde la verdad a quemarropa, sin ambages. Porque un político ladrón debe tener ética, o se enzanjona en el laberinto de la pobreza. Un corrupto que pedagogiza desde sus mañas se sincera con la sociedad. Sólo así podrá tener una moral de hierro para dirimir sobre los asuntos públicos del país, desde las propiedades alucinógenas que incitan el robo, con estrambótica pericia, jactancia y libertad. Porque uno debe ser fiel a la ley, y ley es lo que hace todo el mundo.

En tiempos de hambre y miseria, ladrón que roba a ladrón tiene cien años de liquidez monetaria a tasa preferencial. Estos tiempos, donde los valores de la vida ciudadana han quedado solapados a una fe bastarda, ser honestos es un suicidio. Tal re-significación apunta hacia un abismo inexpugnable: la muerte del espíritu. Ser alguien ético, de moral insobornable, resulta un anacronismo esperpéntico. Adecentar semejante fatuidad sería desmontar el festín de las ratas palaciegas, que a dentelladas devoran lo poco que aún queda sobre esta tierra yerma. Desmontar ese monstruo es tarea alta y vital.

Uno de los tantos retos que los venezolanos tenemos por delante, es dar justo valor a la civilidad. La cultura ciudadana, cruelmente vilipendiada por la agalla infame de la quinta república, debe volver a sus aires de encuentro, donde el trabajo honesto sea antorcha que ilumine las acciones del venezolano. Un país donde el único estímulo económico es robar, como forma legítima e impuesta por  el Estado, corre el riesgo de convertirse en una panacea de buitres, que sólo ansían meter sus narices hambreadas en busca del propio beneficio, por encima del bien común.

Cuando tenía doce años, papá, con su vehemencia de gocho temerario, me contó la siguiente anécdota: una tarde, mientras leía El Nacional, tropecé con el artículo de un politólogo pendejo que alababa la gestión gubernamental de Rómulo Betancourt, por sus aciertos en la economía del país. Yo, con los cojones hinchados dije: ojalá se le quemen las manos por ladrón. Días después aparece el susodicho, con las manos quemadas, en cadena nacional. Y mira que yo sí celebré aquella vaina carajito, porque la sinceridad del “que se me quemen las manos si toco aunque sea un bolívar del erario público” tuvo su precio. Bueno viejo, entonces en Venezuela tendrá que caer el Armagedón sobre cada político corrupto. Sólo así tendremos un capital que dure.

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