Defenderse del Estado, 1er round

Defenderse del Estado

Foto cortesía: Mariam Martínez

“Vivir es defenderse del Estado”.

José Ignacio Cabrujas.

 

Los venezolanos soñamos con llegar al foso de las morocotas enterradas por los españoles durante la colonia. Eso resolvería cualquier cola, cualquier rubro escaso, cualquier drama hospitalario, cesária angustiosa, compra de útiles escolares, viaje a las catacumbas de Lascaux para estrenar los shorcitos de boy scout comprados a dólar Simadi, la selfie en Samarkanda, la colección verano-invierno de Armani, la ida al cine, a la playa, al teatro, el polvo místico con alguna puta de Plaza Venezuela, los rones en el solar de Las Mercedes, los cuadritos del 5 y 6 en una vende-paga jarta de excesos y vicios, el plasma de 62 pulgadas que se enciende con dos simples palmadas y un largo rosario de letanías propias de la vida de consumo.

Solo es cuestión de tomar pico y pala y cavar hoyos en los patios, en los frentes de nuestras casas, bajo las iglesias, los conventos, en el palacio arzobispal; bajo cualquier matica de malojillo, orina de perro, sombra o piedra puede estar enterrado el destino que míticamente nos salvará del hambre y la sed, de una vida a orillas de los privilegios y la jactancia, de vivir al margen del “progreso”. ¡Suerte y gaceta hípica compadre! No queda sino el afán, la cervecita espumante que mitigue el cansancio y el sudor tras cavar y cavar y cavar… hasta dar con la brillantez del oro salvífico. Porque así es la vida de los venezolanos: una incesante búsqueda del paraíso. Sin mito no hay vida posible.

El Estado venezolano se ha encargado sistemáticamente de re-afirmar esa realidad tramposa. Pensemos en las lisonjas prometeicas del comandante mondongo (Chávez) y su catecismo de glorias y milagros tras el advenimiento profético del socialismo del siglo XXI. Pensemos en esa “cosmogonía providencial”, en esa luz redentora donde todos seríamos felices en la espectacular repartición de la riqueza tras la igualdad del capital. Esto sólo lo promete un “mesías encarnado”. Pero la construcción de la gran Venezuela fue obra de un dios rebajado a mago iniciático con aires de caudillo y la joda necesaria para que todos hiciéramos de la vida política nacional, la risa sardónica que nos aleja del pensamiento profundo.

Disparados hacia las alucinaciones del comandante mondongo, henos aquí, estrellados contra el cruel aguacero de un país saqueado hasta la médula del vacío. No basta semejante coñazo contra la realidad para darnos cuenta de la relación que tienen las decisiones del Estado en los precios de la cajita de cigarrillos Belmont, o la catástrofe natural de a lo sumo dos Smirnoff cada viernes porque la quincena no alcanza, no llega, no rinde. Antes el Estado era un fastidio, una calamidad, una esperanza renovada cada cinco años, un mutis con un “Ay, ya salimos de esta vaina”. Un jueguito de tenis entre dos partidos que se debatían los modos de la engañifa y la estafa, del fraude ontológico, de la epistemología de la promesa fallida. El Estado es un peso aniquilante sobre la vida de cada uno.

Hoy, espero que el Estado me convoque a alguna asamblea, reunión, a alguna renovación de votos en pro del país. Hoy, sigo esperando que me llamen, que suene el teléfono y me digan: “Señor Ramírez lo esperamos con la puntualidad que exige la diligencia”. Y sigo en mi rol de espectador, de voyeur del Estado, de andar por las rendijas buscando un modus vivendi que auspicie la tranquilidad. No hay proposición alguna que venga de Miraflores y congregue. El comandante mondongo tuvo el realismo mágico del petróleo de su lado. Eso sí congregaba, eso sí halaba ombligos, carajo. La santísima providencia del petróleo auspiciaba la vana ilusión del encuentro, el acontecimiento excitante, el delirio.

Fuimos tan arriba en nuestra carrera hacia la gloria y ¡zas! Hemos vuelto a la realidad del país provisional, del quince y último, al país de gente que sobrevive, al campamento que no produce nada. Bastó esa pequeña ilusión saudita, la migaja en la administración de recursos públicos, para sentirnos alados por el sueño del progreso. Y nos dimos cuenta de que el país no progresó, de que no hubo avance. Que estos años han sido de engorde, de obesidad mórbida, de grasienta hinchazón. Sumidos en esos kilos de frustración y amargura, de engaño y estafa, de cheverismo y joda, de pobreza y campante corrupción, de arbitrariedad y totalitarismo; estamos próximos al foso, que no será una panacea universal; sino la rutilante cloaca cuya putrefacción afincará más el fracaso. Y seguiremos contemplando desde el conuco de nuestra esperanza fallida, las ideas de un hombre como Nicolás Maduro, que a imitación de su padre, piensa y siente que el Estado es él.

¿Quién sale al ruedo y promete país? Los venezolanos, en nuestra afanada costumbre religiosa, esperamos un profeta que componga esta vaina. Alguien que camine sobre las aguas de la derrota nacional y funde un nuevo edén. Alguien que refuerce la idea de un nuevo país desde los escombros. Alguien que tenga la suficiente voluntad de engañarnos, de no romper con esa tradición del Estado. Alguien que sea el artífice de la venezolanidad, el constructor de una identidad civil universal, el hacedor de aspiraciones fundadas en milagros capaces de restaurar el país en tres días. Mientras tanto y por si acaso, sigo en mi claustro mediando el foso, esperando el email desde Miraflores, viendo pasar mesías, profetas y Lorenzos de Médicis prometiendo patria.

Sigo, insisto, esperando el fin de este sino miserable que el Estado desparrama sobre cada uno. Sigo insistiendo, y lo haré hasta que la vida decline, en decir lo que pienso. Porque el miedo no es una forma de vida y más allá del comandante mondongo sí existe el país. Es 30 de marzo y un silencio expectante envuelve al barrio. El día se hace íngrimo, solaz. El placer es una especie de benevolencia del misterio. Escribo. Suena el teléfono. No es Miraflores. Una amiga me cuenta una tragedia personal. La desgracia aproxima su hocico delirante y muerde.

Leo una frase de Adriano González León: “he realizado un pacto con la prostitución para sembrar el desorden entre las buenas familias”. Me gozo el deslumbramiento de esas palabras, su rebeldía, su libertad indiscriminada. Pienso en “El día que me quieras”, de José Ignacio Cabrujas, y cómo los Ancízar logran un único momento de felicidad en sus vidas al ver a Gardel. El mito les devuelve el alma, el ansia por una vida plena. Pero es una falacia. Otra mácula del destino. Una metáfora elocuente del país. Las 3:00 pm anuncian el arribo de la tarde. Misión: tratar de llevar  la semana con el mejor ánimo.

Elegir el libro que será compañero y guía. Se me antoja “La Gaya Ciencia”, de Nietzsche. Vaya este adelanto: “Le he dado un nombre a mi dolor y lo llamo “perro” –él es tan fiel, tan impertinente y desvergonzado, tan entretenido, tan inteligente como cualquier otro perro –, y lo puedo mandar y dejar caer sobre él mis malos humores: así como otros hacen con sus perros, sirvientes y esposas”. Debo salir. Congregarme al tumefacto ritmo de la rutina. Y seguir el guion que va dictando la jauría: defenderse del estado a coñazos y mordiscos, como un perro arrecho.

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