¿Cuánto falta?

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¿Hasta cuándo van a desconfiar de mi? El que así se quejaba era Yavé. La razón de su reclamo era el descreído pueblo de Israel. Ya no recordaban las proezas que habían experimentado cuando salieron de Egipto y escaparon de la esclavitud. Olvidaron rápidamente como ranas, mosquitos, tábanos, pestes, úlceras, granizo, langostas, tinieblas y muerte se cebaron sobre sus captores en forma de plagas exterminadoras. Parecía que no hubieran pasado en seco, en medio del mar Rojo, mientras las aguas les hacían de murallas a izquierda y derecha. No parecían agradecer que el ejercito de Faraón fuera engullido por ese mismo mar y que por ese portento quedaron libres de esa amenaza que los venía persiguiendo desde el mismo momento que abandonaron Egipto. Ya no valoraban el mana que llovía del cielo como bálsamo que suavizaba los rigores del desierto. Ni el agua que salió de la fuente de Masá con la que calmaron su sed. Lo maravilloso de la compañía de Dios se había convertido en una cotidianidad que ahora se atrevían a desafiar. ¡Pueblo de corazón duro y de memoria corta!

El éxodo había sido una gran prueba para la relación. Sin embargo con el paso de los días, la oferta se mantenía firme, tratando, eso si, de sortear las oleadas de insatisfacción recurrente del pueblo que había salvado. Dios los había conducido finalmente a las fronteras de la tierra prometida, que manaba leche y miel, y les había concedido orden social y diez mandamientos. Llegado el momento Yavé le pidió a Moisés que enviara a 12 de los mejores hombres a explorar la tierra de Canaán, “tierra que voy a dar a los hijos de Israel”, para que por 40 días la investigaran y trajeran un reporte completo de sus ciudades, sus productos y sus gentes. Doce salieron, uno por cada tribu, y doce volvieron a contar lo que habían visto. Diez vinieron desalentados. Decían que las ciudades eran inmensas fortificaciones y que sus gentes eran descendientes de gigantes. Y que concluían por lo tanto que era tarea imposible intentar su apropiación. “La tierra que hemos recorrido es una tierra que devora a sus habitantes”. Solamente dos se atrevieron a decir que su conquista era posible y deseable, no porque la aventura estuviera exenta de dificultades, sino porque ellos contaban con la gloria del Señor.

Nuevamente el pueblo se ubicó en los extremos. Nuevamente comenzaron a lanzar alaridos y a quejarse de un viaje que solo les auguraba el desastre. “Mejor hubiera sido morir en Egipto, o morir de una vez en este desierto”. La rebelión era contra Yavé y contra sus profetas. Las piedras estaban prestas para lapidar a Moisés y Aarón. La suerte parecía echada. Israel, confundido y aterrado, prefería volver a la tranquilidad de las cadenas egipcias que tener que afrontar una guerra que creían perdida. ¿Para qué morir en combate y a que nuestras esposas sirvan de botín del enemigo? ¿No será mejor que regresemos a Egipto?

Dios intervino. ¿Por cuanto tiempo esta gente me despreciará? ¿Por cuanto tiempo ellos no creerán en mi a pesar de todos los milagros que yo he hecho ante ellos? Al parecer no basta que mi presencia sea constante y visible. No basta que yo encabece sus marchas como una columna de nube. No basta que yo resguarde sus noches como columna de fuego. Siempre quieren más. Pero el escepticismo continuado, la duda constante, el desafío al pacto que suscribimos tendrá un precio. Ninguno verá la tierra prometida. Yo haré que les suceda a ustedes exactamente lo mismo que les he oído decir. Ustedes serán presas de sus mismas profecías. Ninguno de los que ha visto mis milagros verá honrada mi promesa. Morirán en el desierto, y vagarán cuarenta años, un año por cada día que duró la exploración que los ha hecho renegar. Y así fue.

En 1965 Martin Luther King trataba de convencer a sus partidarios que debían mantener la presión en Montgomery. No podía ser fácil enfrentar un sistema que los segregaba. No había forma de estar al margen. Ellos también se sentían esclavos defraudados e indefensos. Ellos solo podían protestar caminando y renunciando al derecho de montarse en un autobús que los ratificaba como excluidos. Ellos luchaban contra una idea poderosa sin otra arma que su testimonio. Algunos dudaban. Otros preferían  los atajos de la violencia y de la ruptura. Pero King insistía en  mantener el paso. Ellos también estaban guiados por Dios a través de ese desierto de iniquidad que tarde o temprano los iba a llevar a una brillante y resplandeciente tierra prometida. Pero había que aceptar los riesgos del desafío. Había que mantener la disciplina y la firmeza de una medida que, parecía insignificante, pero que por eso mismo era capaz de enloquecer y descalabrar al adversario. “Nosotros hemos vivido bajo la agonía y la oscuridad del viernes santo con la convicción de que llegará el día en que el brillo de la pascua emergerá en el horizonte. Nosotros hemos visto crucificada la verdad y burlada la confianza, pero nosotros hemos seguido adelante, marchando, con la certeza de que la verdad que ha sido aplastada emergerá de nuevo y se mostrará esplendorosa. La cruz que hoy cargamos precede la corona que algún día obtendremos. ” ¿Pero cuánto falta?

King respondía que siempre es largo y tortuoso el camino de la justicia. Que a veces se perdía incluso la senda y otras tantas resultaba inexplicable en sus resultados aparentes. Pero había que seguir. Y el que tuviera la sensibilidad suficiente, que compartiera con los demás la significación de haber recorrido el largo camino “desde una parodia de la justicia, por una senda en la que más de una vez tuvimos que enjuagarnos las lágrimas, lamentándonos por la sangre de los que se sacrificaron, sufriendo la angustia de los que han padecido cárcel y persecución, y atajados por el pasado sombrío que se extiende hasta hoy, cuando no queremos ver el resplandor de nuestra propia luminosidad“. No hay resultados sin esfuerzos –repetía el profeta-. Y sin que se mantenga la esperanza en que estos esfuerzos al final van a tener resultados, porque “no hay nada más poderoso en este mundo que el poder del espíritu humano cuando se propone recorrer el camino de su propia liberación”.

Los venezolanos también estamos pasando la prueba del caminar por nuestro propio desierto. Allí llegamos tratando de salir de la esclavitud por el falso sendero del personalismo autoritario. Hemos vagado por veinte años tratando de encontrarle sentido al populismo, que nunca tendrá sentido. Nos hemos perdido en las entrañas de la violencia más atroz y hemos sido víctimas de una epidemia psíquica de confusión y desencuentro. Más de una vez se ha endurecido nuestro corazón, hemos dejado de oír y no hemos visto con claridad los avances. Hemos hecho de la queja y de la critica nuestra mejor trampa. Y nuestra mejor forma de evasión. Pero todo pasa, también el  clímax de las tinieblas, cuando todo parece ser llanto y crujir de dientes. ¿Un síntoma de mejoría? Millones marchamos la pasada semana. Millones hicimos oír nuestra firme convicción de cambio. Todos nos congregamos sin terminar de darnos cuenta que esa demostración de fuerza sucedía a épocas de oscuridad, confusión y desencuentro. A veces olvidamos que al frente va la misma columna de nube que guió los pasos de aquellos que primero tuvieron que probarse en el largo éxodo al que,  por sus propias limitaciones, fueron sometidos.

Millones hicimos el milagro de la demostración. Más allá del hambre. Más allá de la represión revanchista que mantiene en la cárcel a los que sin duda son los mejores de entre nosotros. Más allá de la sistemática humillación autoritaria y de la presunción de que estamos enfrentados a monstruos gigantes en una tierra que se devora a los suyos. ¿Milagros? El milagro de mantener la unidad a pesar de la tozudez de los personalismos y de las agendas secretas asociadas al poder como adicción. ¿Milagros? El milagro de mantenernos “en marcha”, avanzando, a pesar de los sembradores de cenizas que bien temprano denunciaba Augusto Mijares. ¿Milagro? El no haber caído en la tentación de una  larga guerra civil, a pesar de que se nos han impuesto todas las condiciones para caer en la trampa. ¿Milagro? El no haber sucumbido a la disolución de las mutuas recriminaciones, a pesar de que hemos estado cerca, muy cerca, de hundirnos en las ciénagas de la exclusión, guiados por falsos profetas, adoradores de si mismos, espectros de un dios falso, en el que se ven reflejados solamente ellos.

Existe un deseo de resultados que puede ser una de dos cosas. Una trampa para el desaliento o una inmensa oportunidad para vivir un “presente profético”.  Me siento representado en las palabras de King cuando señalaba que “nos movíamos en el mar rojo de la injusticia, de la represión, de la imposición autoritaria, de la maldad instaurada como sistema, y de la pobreza de resultados que a su vez empobrece, arruina y mata a la gente”. Pero seguimos avanzando, ojalá que con otro nivel de conciencia, por el que valoramos los aportes de los más valientes. Porque a estas alturas de nuestro transitar “si no nos sentimos presos con los que hoy son presos políticos, si no nos conmovemos y comprendemos plenamente el sufrimiento de los que han sido alcanzados por la ferocidad del régimen, si no sufrimos el hambre de los que no tienen como alimentarse, si no sentimos la misma angustia de los que hoy no encuentran sentido a lo que estamos haciendo, si no vivimos la ansiedad de los que sienten que no tienen más tiempo, y si no somos capaces de consolar y dirigir la marcha, entonces habremos perdido el tiempo, seguiremos vacíos, nos mantendremos en la insignificancia y no habremos comprendido nada”.

A King le preguntaron muchas veces ¿cuanto falta? El no tenía la respuesta, porque la esperanza no es garantía con fecha de vencimiento. Pero invitaba a no desmayar y seguir avanzando, con fe, firmeza y fortaleza. El mal no es invencible, pero tampoco se entrega con facilidad. Por eso mismo hay que insistir, sin desmayar, sin caer en el cinismo ni conceder espacios a la desmoralización. Y los más difícil, sin caer en el odio, que es un disfraz del mal, el mismo que decimos combatir. ¿Cuánto más veremos y viviremos en condiciones de represión y de justicia? Esa pregunta perseguía a King en cada asamblea, en cada uno de los encuentros con sus seguidores. Él no tenía la respuesta. Él tenía una convicción, un camino y la disposición a mantener su paso. ¿Cuánto falta? No mucho, porque la mentira no puede mantenerse para siempre. ¿Cuánto tiempo? No mucho, porque cosecharemos lo que todo este tiempo hemos sembrado. ¿Cuánto tiempo? No mucho, porque el arco del universo moral es inmenso, pero se dobla hacia los confines de la justicia. ¿Falta mucho? No tanto, porque en nuestras realizaciones estamos comenzando a ver la Gloria de Dios, que marcha junto a nosotros de día y vela nuestros sueños de noche.

Víctor Maldonado
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