Entre la esperanza y la ingenuidad
Admito que los últimos tres años, e incluso para ser más específicos los últimos meses, me he convertido en una persona extremadamente quejumbrosa, malhumorada y hasta… ¿pesimista?
Sí, las personas que más amo cada vez me lo repiten con mayor frecuencia. Dicen que es así desde que trabajo, desde que salgo todos los fines de semana, desde que me creció un cuerno en la frente… En fin, cualquier excusa les parece un buen motivo para justificar mi “negativa” actitud.
La verdad es, que independientemente de lo difícil que pueda ser la vida para un joven universitario que tiene dos o más trabajos, que vive en el interior y todos los días viaja a Caracas, que no tiene dinero siquiera para un café, el asunto (me parece) va mucho más allá.
El alcance de la realidad en nuestro país se ha vuelto tan pesado, tan nocivo, e incluso no creo equivocarme (modestia aparte), cuando digo que sobrevivir en Venezuela se ha hecho una tarea extremadamente complicada, tal como dirían en los juegos: VeryHard. Hasta diría que pasar al peor de los jefes del más complicado videojuego se vuelve un símil para referirse a comer pastel -cuando lo comparo con la situación del país- claro está.
La sensación más parecida ha de ser la de ahogarse con un grillete de toneladas atado a tus pies: no ves salida a la superficie, y cada segundo que pasa sientes cómo te vas quedando sin oxígeno.
Sin embargo, pese a las largas colas, la escasez de alimentos, la prostitución de las instituciones del Estado, la inseguridad y la violencia cotidiana, hay personas que creen en una pronta y “democrática” salida, en elecciones futuras, en líderes políticos infalibles y casi sacros, en fórmulas mágicas que nos saque de este caos de manera inmediata. Personas que critican a los que se han ido, que desprestigian a los que no van a marchas (tema del que deseo hablar más ampliamente en otra oportunidad), personas con una esperanza (y me disculparan) ridícula.
Y aunque muchos me juzguen ruda y groseramente por estas líneas que escribo, y confirme lo que dije a principio de este artículo, espero que sigan leyendo hasta el final, para intentar de entender un punto de vista distinto, sin necesidad de compartirlo:
Sé que la esperanza es lo último que debe perderse, que no hay mal que dure cien años (pero sí algunos que duran cincuenta o más) que debemos tener fe… Pero ¿Fe en qué?
No se ofendan católicos, cristianos, evangélicos, anglicanos, entre otros, que como muchos, también creo en un ser superior. Hablo de creer en un cambio radical, en los líderes opositores, y hasta en el país.
¿Creo actualmente en el país?
Lo único que creo es que está mal, muy mal.
¿Creo que es el mejor país del mundo, que es maravilloso, y que es el más rico?
Antes de dar esa respuesta, quisiera hacer una breve explicación:
El país está conformado por tres elementos que son Gobierno, territorio y población.
Gobierno: tenemos un muy mal gobierno, sin entrar por ahora en detalles que la mayoría conoce.
Territorio: rico, buen tamaño, buen clima, tierra fértil, recursos. Un buen territorio.
Población: un 80%, al menos, es inconsciente, desconsiderada, violenta, facilista y poco empática. Debemos decir (aunque haya excepciones) que no es una buena población.
¿Cuál es la respuesta entonces? Dos contra uno… Mira, no creo que Venezuela sea entonces un país maravilloso, y en línea similar actualmente no tengo confianza en el país, ni en que mejore pronto.
¿Por qué? Porque como decía una canción: Aunque las personas cambien, seguirán siendo las mismas. Y pese a que mencioné tres elementos del Estado, los fundamentales para tener el país ideal -o al menos uno normal- son dos, y ambos están constituidos por humanos.
“Oye, eres una mujer de poca fe, un bicho, un monstruo, y tu artículo es malo. Solo describes la miseria de tu país y no dejas una enseñanza… Apátrida”.
Bueno, disculpen por eso. Quizás he leído muchas fábulas oscuras y sin moralejas aparentes durante mi vida, así que intentaré inventarme ahora algo para escaparme de este embrollo.
Hace un tiempo (no mucho) hablaba con un amigo por teléfono, y platicando de forma existencialista, fingiendo que éramos verdaderos filósofos y que toda esta situación nos está enseñando algo, me dijo unas palabras que no podrían expresar de mejor manera lo que pienso cada vez que discuto con alguien sobre este tema: “Hay una línea muy delgada, casi invisible, entre la esperanza y la ingenuidad”. Esa frase redujo a simple basura cientos de discusiones y argumentos que me había planteado para justificar mi desconfianza en el país…
Por eso, queridos lectores, mi primera moraleja como articulista se reduce a esa sencilla frase, aunque no sea mía:
“Hay una delgada línea, casi imperceptible, entre la esperanza y la ingenuidad.”
No les diré cuál extremo escoger, así como tampoco afirmaré que dentro de mi cerebro y corazón no existe ni una pizca de esperanza, porque aunque suene contradictorio, la tengo, como cualquiera. ¿En el país? No, pero como he agotado mi vista y su tiempo con tan largo artículo, si me lo conceden desarrollaré a plenitud en una próxima publicación, el tema de la esperanza.
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