Isabel Pereira tiene razón

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Tengo el inmenso privilegio de estar cerca de Isabel Pereira. Por cierto, una prerrogativa gratuita, de mutuo afecto, de confianza entrelazada y de cercanía ideológica, un proceso en el que el tiempo ha permitido ese sosiego que permite asumir con alegría y entusiasmo sus intuiciones, su evolución intelectual y su amplitud de miras. Me gusta de ella su obsesión por ir a contracorriente, por llevarle la contraria al conocimiento convencional, por su sistemática labor de escrudiñar lo que explica aquellos aspectos que creíamos suficientemente explicados, y porque no tiene problemas en meter el dedo en la llaga de nuestros tabúes culturales. Todos estos aspectos son cruciales en los tiempos que corren. Porque no podemos quedarnos estancados en una forma de pensar que nos ha arruinado una y otra vez. Si los países aprenden, entonces nosotros tenemos que sacar buenas lecciones de la tragedia que estamos viviendo, para que no vuelva a ocurrir. Y en ese esfuerzo generacional que bueno es contar con Isabel Pereira. Por eso mismo celebro que en los próximos días se va a presentar el último de sus libros -por ahora-. Se llama “Por un país de propietarios. El petróleo no tiene la culpa”, editado por Cedice Libertad.

Hay tres tabúes que los venezolanos debemos superar. El primer tabú prohíbe que los privados puedan explotar la riqueza nacional, ahora monopolio constitucional del estado venezolano. El segundo tabú niega cualquier intento de impugnación de la capacidad redistributiva del estado venezolano. Y por eso, petróleo, minas y cualquier otra actividad estratégica, será reservada al sector público en desmedro del emprendimiento privado. El tercer tabú prohíbe siquiera pensar en que el estado pueda eximirse de su capacidad expropiatoria. Esos tres tabúes están expresados en una constitución que es infatigable en otorgarle al gobierno capacidades que se le niegan al sector privado. Tenemos una constitución socialista que ha derivado en este autoritarismo de incapaces en que todo sueño de prosperidad se nos ha vuelto una convulsa pesadilla. Con esta constitución, y a pesar de la poética de derechos que allí se acumulan, no hay salida digna. Por eso mismo es que el ciudadano venezolano solo puede evitar por un tiempo el verse aplastado por la inmensa capacidad de disposición del estado venezolano. No alinearse tiene sus terribles consecuencias, porque el único propietario privado que tiene todas las garantías aseguradas es, paradójicamente, el gobierno.

Asumir esto es salir de la ficción legalista que diferencia estado de gobierno. Aquí eso no es posible. El gobierno es el estado, y el estado está reducido al gobierno, no solamente porque no hay estado de derecho sino a favor del gobierno, también porque se ha legitimado un inmenso desbalance entre el stablishment que gobierna y el ciudadano dejado a su suerte. Me refiero al stablishment como al sistema de intereses articulados entre el gobierno y su entorno. Alrededor de eso gravitan un conjunto diverso de intereses y puntos de vista que coinciden en mantener el statu quo y hacer prevalecer el estado patrimonialista.  

Isabel Pereira define al estado patrimonialista como el propietario de las principales fuentes generadoras de riqueza y máximo concentrador del poder político. Los venezolanos hemos pactado constituciones que, una y otra vez, han garantizado ese desequilibrio tan perverso. A juicio de la autora, tanto poder concentrado en una ficción fraudulenta de bondad y honestidad -el gobierno- “es una de las causas ocultas del fracaso venezolano en garantizar la existencia de las libertades ciudadanas y resolver el problema de la pobreza”. El gobierno extenso, populista, que tiene una solución mágica para cada problema, divorciado de la productividad, clientelar, extorsivo, amedrentador, saqueador del ahorro de los privados, irresponsable e incapaz de honrar la ley, es la causa eficiente de un país que no logra salir definitivamente adelante.

Isabel Pereira se refiere al verdadero y sustantivo modelo de propiedad planteado en la constitución. “El estado es el propietario y asume el control de los sectores competitivos, bajo la promesa de que subsidiará y financiará las aventuras económicas que tengan a bien emprender los ciudadanos venezolanos”. Pero ¿dónde está la trampa? Que los ciudadanos solo tienen acceso a lo no competitivo, quedan confinados a la imposibilidad productiva, o dependientes de un monopolio ejercido por el gobierno, y por lo tanto, necesitados de “bailar al son que le toquen”.

Este estado patrimonialista es una soga en el cuello del emprendimiento. Por eso es que hay un contraste evidente entre la expansión productiva del venezolano en el exterior y la lucha constante que tiene que plantear en su país. Esta condición hizo metástasis en el socialismo del siglo XXI. Hugo Chávez leyó al país en cada uno de sus tabúes, y actuó en consecuencia. Isabel Pereira hace una disección notable de los cursos de acción que se abrieron con este experimento marxista-autoritario. Todo el plan buscó una ampliación del Estado Patrimonialista “para moldear la vida del ciudadano en concreto y hacer más improbable que su desarrollo como persona no esté sometida a su relación sumisa frente al estado”.

Un cuarteto siniestro de acciones significó la exacerbación del poder del estado. El primer lugar corresponde al ataque a la propiedad privada, porque “la propiedad privada es el derecho civil que más odia el socialismo”. Y lo odia porque produce y reproduce ciudadanos libres, capaces de desafiar el poder del estado y de cada una de sus premisas. El segundo lugar incumbe a la destrucción de la producción nacional, anulando los derechos económicos y cercando cualquier tipo de iniciativa productiva. No es casual que el régimen sea un gran monopolio de uso de las divisas, que toda su fallida actividad empresarial sea opaca, ineficaz y corrupta. No es casual que odien cualquier comparación, y que en Venezuela ellos hayan transformado a la empresarialidad como un ámbito peligroso, tal vez el más riesgoso. El tercer lugar le toca al monopolio de la interpretación de la realidad, dinamitando cualquier intento de expresión libre, y construyendo esa odiosa hegemonía comunicacional que no moja, pero empapa. Ellos necesitan confiscar el pluralismo porque el estado patrimonialista es un fin en sí mismo, y necesita “conquistar la mente política de las audiencias o al menos anular que piensen sobre los problemas del país”.  El cuarto aspecto es el intento de gobernar por medio del caos. ¿A quién le conviene el desorden? Al poder arbitrario, que repugna las reglas del juego, que reniega de la racionalidad, y que prefiere ejercer el poder absoluto sobre la sociedad.

Los resultados son catastróficos. Tenemos una sociedad que nunca ha aprendido a funcionar con autonomía, y que por lo tanto cae víctima, una y otra vez, de los cantos de sirena del caudillismo providencialista. Una sociedad que le hace la corte al militarismo y que erotiza la política termina siendo una sociedad vaciada de ciudadanía y constantemente maltratada por sus líderes. Las reservas internacionales no han dejado de caer desde el 2008, hasta llegar a ser un cuarto de lo que teníamos en aquel año. Se dice fácil, pero este experimento ha saqueado al país. Ahora tenemos un mínimo de 10.500 millones de dólares, sin que nadie explique cómo y por qué ocurrió una caída tan abrupta.

Pero, así como se han devastado las reservas internacionales se ha incrementado la liquidez monetaria. El populismo frenético no descansó en los últimos veinte años en los que se multiplicó 1257 veces la masa monetaria. El bolívar ha sido una y otra vez agredido por la irresponsabilidad fiscal y la falta de cordura de un régimen que no cree en la sobriedad ni en el ahorro. Ahora la inflación es el resultado y los ciudadanos vivimos ajenos a una decente capacidad adquisitiva, mientras los sectores más pobres tienen que arrodillarse ante la limosna de una bolsa de alimentos.  

Pero el estado patrimonialista es más ancestral entre nosotros. Sus consecuencias se han acumulado a lo largo del tiempo, sin que la dirigencia política haya sido lo suficientemente valiente como para adjudicar la culpa a quien la tiene. Desde 1970 hasta nuestros días ha sido demencial la depauperación del signo monetario, acumulando una devaluación de 5.560.532,5%. ¿Esta política es rescatable? De ninguna manera. Esta política no tiene perdón.

La tragedia es que en la agenda política no se aprecia contrición. Las alternativas han sido montadas en la apropiación del estado patrimonialista y no su sustitución. Los que quieren sustituir el socialismo del siglo XXI le tienen ganas al mismo orden de cosas. Piensan en términos de empresas públicas, sectores estratégicos, estado fuerte y populismo a granel. Quieren un estado grande para satisfacer la relación clientelar que mantienen con sus militantes, y no tienen en la mira una reforma a fondo de las reglas del juego que atente contra el estado patrimonialista. Excepción hecha de María Corina Machado, todos los partidos creen y juegan al socialismo progresista. Por lo tanto, todos niegan la causa eficiente de nuestras desgracias sociales. El patrimonialismo alimenta al caudillismo, y viceversa. Y hay que salir de esa relación profundamente perversa.

Isabel Pereira tiene razón. El estado patrimonialista es económicamente ineficiente y políticamente peligroso. “Si queremos democracia hay que desmontar el estado patrimonialista como ente político y económico, y devolver el poder a la gente sobre cómo producir los elementos materiales de su vida. Este es el corazón del cambio de manera inequívoca”.

Tenemos que matar la idea de la supuesta bondad del estado patrimonialista. Porque si alguien te promete dar, en el mismo momento te amenaza de quitártelo todo. Hay que estar alertas porque los gobiernos “persiguen sin descanso su objetivo de agrandar su propia esfera de poder, se entrometen cada vez más en nuestras vidas, nos exigen mayores cantidades de dinero y nos privan de nuestra libertad”. Esta predicción de David Boaz nadie nos la tiene que advertir, la vivimos como la peor pesadilla, como el peor insomnio, como la peor vivencia. En los albores del cambio necesario, hagámoslo de una vez. Construyamos el país de libertad y derechos, superemos nuestros propios tabúes y dejemos a nuestros hijos un espacio para vivir con dignidad y autonomía. Gracias Isabel por tener la razón.

Víctor Maldonado
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