Un juicio contra el Presidente de la República

Todo aquello que ha venido sucediendo durante estos últimos días, particularmente eso de las manifestaciones públicas en su contra y las inesperadas traiciones de sus hombres de confianza, constituyen una prueba más del hecho que sus compatriotas se encuentran hastiados de su gobierno y ya no lo quieren al mando de la presidencia de la república.  

Él se encuentra al tanto de todas estas circunstancias y observa en silencio como crece el descontento popular gracias a los métodos empleados en el ejercicio de la administración pública. Se ha ganado a pulso la enemistad de mucha gente, no podía ser de otra manera luego de una década de abuso de poder, mentiras, nepotismo y corrupción.

Quizás podría aceptar el reto y volver a empuñar las armas pues existe un diminuto contingente que, impulsado por su ambición de continuar metiéndole mano a las arcas del Estado, todavía se encuentra dispuesto a apoyar su moribundo régimen. Pero ya tiene 74 años de edad, sabe que a tan avanzada edad no duraría más de dos semanas en campaña militar. El estallido de otra guerra en el país no sería más que el preludio a otro funesto episodio marcado por la miseria, el hambre y la barbarie. Además, a la hora del careo, siempre existen posibilidades de ser vencido y los perdedores terminan pagando con sus vidas. Es hombre astuto, sabe que su tiempo ha pasado y se da cuenta que la pelea está terminada antes de su inicio. Nadie, por más fuerte que sea, puede remar contra las caudalosas aguas del Orinoco.

Es por ello que, en horas de la tarde del 14 de marzo de 1858, el General José Tadeo Monagas, en reunión de gabinete celebrada en su residencia, pronuncia las siguientes palabras:

-Si en realidad hay tantos que se oponen a que yo sea Presidente de la República, lo más patriótico y prudente que puedo hacer es separarme del poder presentándole mi renuncia inmediata al Congreso Nacional.-

El Ministro de Hacienda, Dr. Jacinto Gutiérrez, acoge con entusiasmo la idea de la dimisión del general y lo convence que ha tomado una decisión acertada e inteligente. Entonces proceden a reunir a varios personeros del gobierno para informarles sobre la resolución del primer mandatario nacional.

La madrugada del día siguiente, antes que canten los gallos, el General Monagas ordena a su secretario, general Luis Level de Goda, que convoque al Doctor Jesús María Blanco, Ministro del Interior, él será el encargado de redactar el documento la renuncia. Una vez terminado el escrito procede el presidente de la república a estampar su rúbrica en el pliego y, como último acto a cargo del Poder Ejecutivo, delega al general Carlo Luigi Castelli, jefe del ejército, la conservación del orden público en la ciudad de Caracas. Inmediatamente después Monagas se traslada, junto a su familia y algunos funcionarios de su extinto gobierno, a la quinta de la legación francesa con el objetivo de solicitar asilo político y, desde allí, buscar salvoconducto hacia el exterior.

Las noticias que llegan desde tierras de Carabobo indican que una revolución liderada por el General Julián Castro marcha hacia la capital para derrocarlo y el chisme de su renuncia ha empezado a circular en distintas calles y plazas caraqueñas. Entonces aquello que pintaba como una corta marcha hacia la legación francesa se convierte en una larga y humillante procesión.

Hombres, mujeres y niños colman ventanas y puertas de sus casas para ser testigos de cómo el tirano caído, sobre un precioso corcel, marcha con mirada sombría y cabizbajo, liderando una fila de carruajes que trasladan a los principales personeros del régimen, sus familias y pertenencias. Es al llegar a la mitad del camino que el escarnio público se convierte en el látigo que apura la penosa marcha. La gente aplaude a todos aquellos que insultan a quien el Libertador bautizó como “La primera lanza de Oriente”. Así estalla una demostración de repudio sin precedentes en nuestra historia republicana. En menos de un par de minutos les empieza a llover, estiércol, frutas y piedras, la masa enardecida le profiere cualquier tipo de amenazas e improperios al ahora ex presidente de Venezuela.  

-¡Muerte a los hermanos Monagas y los ladrones!- grita la multitud estallando en cólera antes de empezar a corretear la caravana que, temiendo por la integridad física de sus componentes, acelera el paso para evitar que ocurra una desgracia.

El general José Tadeo Monagas y los suyos logran cruzar las puertas de la legación francesa, pero a las afueras del recinto se instala una guardia de revolucionarios que tiene por misión evitar su huida del territorio. Son estas horas de angustia para el caudillo oriental ya que en el país que gobernó con puño de hierro se comienza a hablar de la opción de detenerlo, ponerlo a orden de los tribunales y enjuiciarlo por una larga lista de crímenes de corrupción y violaciones a la Carta Magna.

El pueblo de Venezuela quiere justicia, pide que pase un infierno por sus pecados, desea verlo tras las rejas y pudrirse en uno de los hediondos calabozos de las cárceles que colmó de presos políticos.

Jimeno Hernández
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