Viveza criolla

Desde hace mucho, al venezolano se le han adjudicado una serie de características fijas, convertidas hoy en etiquetas; positivas unas y negativas otras.

Se dice que el venezolano es alegre, amigable, solidario y con un peculiar sentido del humor que lo lleva incluso a hacer ingeniosos chistes de  sus propios infortunios, para poder sobrellevarlos.

Por otra parte, también se le ha considerado anárquico, impaciente, intolerante a la frustración y  poco cumplidor de las reglas, lo que se resume en eso llamado “viveza criolla” y que implica el irrespeto de los derechos del otro, con lo cual le niega a los demás, en buena medida y de manera inadvertida, la  existencia.

No es posible generalizar pues cada persona es un universo y esa diferencia individual es innegable; sin embargo, para facilitar el ordenamiento y comprensión de la realidad, se suele echar mano de las nombradas etiquetas, que no siempre se corresponden con la realidad, pero como dice el refrán “cuando el río suena, piedras trae”.

Al tomar la “viveza criolla” en un intento de medir su veracidad,  se la encuentra expresada a través de una gama de conductas, que van desde colearse en una fila, hacer caso omiso de una luz roja (tanto conductores como  peatones), falsificar un permiso, pagar a un gestor para saltarse trámites burocráticos, hasta llegar a la estafa, cayendo con ello en el delito propiamente dicho. ¿Acaso el venezolano tiene madera de delincuente?

Responder esa pregunta afirmativamente es   caer en un prejuicio, que no es más que una deformación de la realidad, pues como ya se dijo, las diferencias individuales son un hecho incontrovertido y aunque los estadísticos pudieran discutirlo, no existe una persona exactamente igual a otra, ni física ni psíquicamente.

¿De dónde viene entonces esa “viveza” que algunos ostentan? Podrán darse múltiples respuestas, dependiendo de la perspectiva. Desde mitad del siglo pasado, en  psicoanálisis se habla del “Nombre del Padre”, concepto que implica el otorgamiento de la identidad al sujeto y la prohibición del incesto, que es la primera gran Ley,  seguida por muchas otras. Se trata más de una función simbólica y ordenadora que de un ser encarnado, esto es, puede o no existir la persona de un padre, que de estar presente, no es más que un representante de esta función universal.

En la actualidad se sostiene que el  “Nombre del Padre” ha caído, lo que en términos sencillos y trasladados a la vida cotidiana, implica el debilitamiento de la autoridad de la Ley, que prohíbe, define límites  y al mismo tiempo, protege.

En lo social, esta “caída”  se refleja en la pérdida de credibilidad y respeto por las instituciones, sean las que rigen la vida pública o las que lo hacen en el ámbito privado de las personas. El individuo queda entonces desamparado y a la vez desprovisto de límites para actuar.

En lo privado, se revela una situación similar, pues el irrespeto inadvertido de los límites, traspasados cotidianamente entre los miembros de cualquier familia es una problemática muy frecuente. ¿Podría influir el hecho de que en un porcentaje elevado de hogares venezolanos la figura paterna se encuentra ausente? Aunque la función paterna es simbólica, como ya se ha dicho, necesita de un representante, aunque no sea el padre real.

A estas alturas, probablemente no se trata de matriarcado o patriarcado, sino de ir al principio, al germen, que implica empezar a dar cabida a la existencia del otro,  desde el infante hasta el adulto mayor, ser capaces de ponernos en su lugar, de respetar sus derechos para que ese otro haga lo mismo con nosotros. Se dice fácil y rápido pero obviamente en la práctica no lo es tanto. Evidentemente hace falta educar, tanto en lo público, como en lo privado. Es necesario  abandonar actitudes infantiles, dependientes e irresponsables, se requiere tomar conciencia, realizar el trabajo de crecer como individuos y como sociedad, convirtiéndonos en adultos y asumiendo la responsabilidad de nuestros destinos.

Mariela Ferraro
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