El Pretorianismo como expresión política

La década de los 90 del siglo XX venezolano significó, desde lo histórico, un periodo de ruptura clave para entender la dinámica política actual. Evidentemente hay muchas aristas que en su conjunto pudieran darle sentido a esa necesidad de comprender que pasó en Venezuela con aquello que se había, cuidadosamente, consolidado luego del derrocamiento de Marcos Evangelista Pérez Jiménez. Nos referimos, claro está, a la democracia.

Ahora bien, ese modelo democrático establecido en la constitución de 1961, evidentemente estuvo caracterizado por la clásica división de poderes, una clara vocación federal, la institucionalización de los sectores políticos, económicos, sociales y la necesaria distinción entre las competencias del sector civil en la administración del Estado y las funciones de seguridad y defensa operativa del sector militar. De todas las aristas, quisiera detenerme en las relaciones civiles-militares dado que un aspecto visible de la ruptura del orden democrático fue la entrada en la diatriba política de los militares con los sucesos del 4 febrero y 27 de noviembre de 1992. Y hasta pudiéramos irnos un poco más atrás haciendo referencia a la poco conocida noche de los tanques en octubre de 1988.  

Luego de los primeros reacomodos de Rómulo Betancourt (1959-1964), sorteando intentonas de golpes de estado (Barcelonazo, Guairazo, Porteñazo) y hasta un fracasado magnicidio. La democracia pudo afianzarse y presumir de dos cosas impensables. La primera, entregar el testigo del ejercicio presidencial de un mandatario a otro y; la segunda, regresar a los militares a sus cuarteles.

Sobre esto último se construyó un discurso de identidad donde las Fuerzas Armadas respondían a los valores democráticos. Eran tan obedientes y deliberantes que entendían su rol de subordinados a la autoridad civil y que sus competencias eran ajenas al ámbito político. La evidencia histórica dice lo contrario, después de los pronunciamientos de algunos militares pretorianos (es decir, con vocación política) en la década de los 60 del siglo XX, el repliegue implicó no necesariamente el convencimiento de su profesionalidad y, por lo tanto, la política como tabú. Por lo contrario, de 1970 a 1980 estuvimos en presencia de una proliferación de diversas células conspirativas intramuros a la institución castrense. Por mencionar algunos, grupos como R-83, con William Izarra, Acción Revolucionaria de Militares Activos (ARMA), entre otros.

La cuestión es que la institucionalidad de la fuerza armada estuvo contenida o convivió con una oficialidad pretoriana que se expresó políticamente en el momento histórico en que el sistema fue cuestionado por amplias fuerzas grupales de la sociedad. Esas cinco patas que sostenían la mesa democrática, en palabras de Manuel Caballero, los empresarios, los partidos políticos, la iglesia, los sindicatos y la institución castrense.  Por cierto, expresamente grave que quien monopoliza la violencia cuestione los canales institucionales para resolver los problemas atinentes a la política civil.

Ante el panorama descrito, entendemos que para inicios de los 90, estuvieron dadas las condiciones para que distintos sectores pertenecientes a los grupos de presión formalizaran, por distintas vías, cuestionamientos a las políticas implementadas bajo el modelo democrático representativo y liberal del momento. Quizá lo que no se vio venir, fue la posibilidad de un pronunciamiento de la institución armada.

En definitiva, la cosa va por dibujar un mapa que nos lleve a comprender cuáles fueron las repercusiones del resurgir de los cuartelazos. Por un lado, cómo queda la democracia; cómo evaluamos la respuesta de la sociedad civil y sus consecuencias y; cual pudiera ser la valoración de la Fuerza Armada a la luz de una preocupante vocación pretoriana a través de nuestra historia.

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