Jaime Bayly: «Perdón por la terquedad»
Llevaba meses sin pasar por Lima. Era un viaje corto, de apenas dos días, para presentarme en la feria del libro, anunciando un libro de cuentos, «Yo soy una señora». Como se trataba de una visita fugaz, mi esposa declinó acompañarme. Viajé solo, aunque acompañado por incontables ficciones de Netflix que vería en el avión y el hotel. Tuve que alojarme en un hotel porque están construyendo un edificio al lado de mi apartamento en San Isidro y los ruidos son aterradores. Por suerte en el hotel me sentí en casa.
Nada más llegar a Lima, pedí en el hotel ocho jugos de papaya, cuatro plátanos y diez granadillas. Una de las cosas que más extraño de Lima son las granadillas. En Miami, donde vivo, no las consigo. También echo de menos las chirimoyas. Refrené mi impulso de pedir helado de lúcuma porque estoy a dieta. No quería aparecer demasiado gordo, la papada prominente, la barriga fofa, al día siguiente en la feria. Para mi sorpresa, y a pesar de que estaba agripado y con antibióticos, el pecho emitiendo unos curiosos sonidos cavernosos, o unos pitidos de tren de sierra, dormí maravillosamente, aun mejor que en mi apartamento.
El sábado me detuve en la carretilla de una vendedora de frutas y le compré todas las granadillas que tenía, cuarenta, y todos los plátanos, veintitantos. Cuando no puedo comer chocolates, me entrego gozosamente a comer frutas. La granadilla es mi fruta preferida, superando a las uvas, los plátanos, los mangos y las fresas. Podría pasar una semana comiendo solamente frutas. No concibo visitar Lima sin darme un festín de granadillas.
Aquella noche fui en taxi a la feria del libro. Me asombró que hubiera una cola larguísima, de cuatro o cinco cuadras, centenares de personas, para entrar al recinto, pagando una entrada, por cierto. Quedé maravillado al ver que la clase media de Lima tiene ahora los recursos económicos, el tiempo libre y la curiosidad intelectual para asistir a la feria, escuchar charlas y conferencias, hojear libros y, con suerte, comprar un par de títulos novedosos o reeditados. Comprobé que el Perú va por buen camino, aunque muchos se quejen.
El acto de presentación de mi libro de cuentos fue a sala llena, desbordado de gente joven. Hablé media hora, describiendo a algunas de las señoras que habitan en el libro «Yo soy una señora»: la gorda sin culpa, la alcohólica sin remedio, la pintora que no vende sus cuadros, la azafata que espera con impaciencia jubilarse, la locutora radial de madrugada, la derechista pistolera, la promiscua, la agnóstica que se vuelve religiosa con su madre, todas ellas señoras que viven en mí, señoras que soy yo mismo, y enseguida contesté preguntas del público. La mejor fue la última y la dijo un señor muy circunspecto: «Señor Baylys, soy heterosexual y, sin embargo, yo a usted lo amo». Luego me llevaron a una caseta de Alfaguara, donde firmé libros y me hicieron fotos durante tres horas consecutivas, abrumado y agradecido por el cariño del público. Llegué al hotel extenuado, pero feliz de que todo hubiera salido bien.
Tenía tres correos electrónicos de mi madre Dorita, diciéndome que quería verme. La había visto en junio en Madrid y en julio en Miami: ella viaja muchísimo, a pesar de que pronto cumplirá ochenta años. En ambas ocasiones Dorita había viajado con mi hermana Caroline, que está molesta conmigo porque yo le pido a mi madre que no siga dándole dinero. Le escribí a Dorita, prometiéndole que nos veríamos al día siguiente, en algún momento de la tarde.
De nuevo, dormí maravillosamente. Tal vez ayuda que viaje con mi propia almohada ortopédica, que me sirve para ablandar el asiento del avión y, sobre todo, para dormir como si estuviera en mi cama.
Yo no quería almorzar en casa de mi madre porque, teniendo ella diez hijos, y siendo tan querida por sus amigas, y habiendo gente que toca el timbre de la casa para pedirle dinero sin conocerla, era un riesgo muy alto que cayera de visita alguna persona inopinada que yo prefería no ver. Como de momento estoy peleado con mi hermana Caroline y mi hermano Mike, y ambos suelen ser asiduos visitantes de la casa de mi madre, le pedí a Dorita que almorzásemos en el hotel, y ella estuvo de acuerdo. Pasé a buscarla a las dos y media de la tarde, recién despertado.
Lima parecía aquella tarde la ciudad más linda del mundo: fresca sin estar fría, neblinosa sin parecer depresiva, despoblada por las fiestas patrias y las vacaciones de los niños, melancólica y predecible, sosegada y discreta: qué descanso de los calores de Miami, qué alivio de los tráficos espesos de Nueva York y Los Ángeles, qué delicia estar en una ciudad sin grandes pretensiones estéticas ni económicas, qué ganas de pasar un año en Lima comiendo granadillas, escribiendo ficciones, sin subirme a un solo avión: deliro, ya sé que deliro, pero mi reencuentro con Lima fue extraordinariamente placentero, tal vez porque no lo esperaba.
Mi madre y yo almorzamos en el bar del hotel, atendidos por un mozo encantador, levemente gordito, como yo. No había nadie en el bar, podíamos conversar sin inhibiciones ni aires conspirativos. Mamá pidió el risotto de zapallito, yo solo tomé jugos de papaya. No hablamos de los temas conflictivos: mi pelea con Caroline por cosas de dinero y mi distanciamiento de Mike. Tampoco hablamos de mi novela «Pecho Frío» porque ella no la ha leído ni piensa perder su tiempo leyéndola, aunque me recordó que no habían llegado todavía los ejemplares que le envié firmados, por correo rápido, desde Miami. Le aseguré que los había despachado, firmados para todas las personas que ella me pidió. Creo que no me creyó, porque me pidió una constancia de dicho envío, un papel del correo para reclamar los libros en Lima. En otros tiempos me hubiera fastidiado que Dorita no hubiese leído el libro y, sin embargo, me pidiese ejemplares firmados para regalarlos, pero ahora me dio igual. De hecho, le obsequié una copia dedicada de «Yo soy una señora» y le dejé un ejemplar firmado para cada uno de mis hermanos, exceptuando Caroline y Mike, quienes, si les regalaba el libro, seguramente le harían ascos y me lo devolverían. Además, le dejé diez copias del libro de cuentos para que ella las repartiese entre sus amistades y su numeroso servicio doméstico. ¿Leerá mi madre los cuentos de humor, siendo la protagonista en muchos de ellos? No lo creo. No me molesta. Comprendo que la religión y el arte, o la religión y el humor, no suelen cohabitar en armonía, parecen enemigos insalvables.
Dorita estaba espléndida: elegante, risueña, reposada, bien enfocada, lúcida. Me alegró verla tan bien. Lima le hace bien, no le conviene viajar tanto, los viajes minan la salud, más todavía a su edad.
Solo parecía preocupada por Mike, que, de todos sus hijos, ha sido históricamente el más cercano a ella y, al mismo tiempo, el que más dolores de cabeza le ha dado, por su conducta díscola y su relación promiscua con el dinero. Aparentemente, Mike se ha endeudado con Caroline y no le paga. También se ha endeudado con los bancos y tampoco les paga. Por lo visto, el dinero que recibe de sus inversiones y negocios le resulta insuficiente. Vive como un príncipe, gasta fortunas, viste ropas carísimas, anda con guardaespaldas y además tiene una esposa que al parecer también necesita el lujo. Como mi madre le ha pedido a Mike que pague sus deudas y deje de gastar más de lo que gana, las cosas se han enfriado entre ambos y él está resentido o dice estarlo, y ya no la visita tanto ni reza con ella el rosario.
Lo mejor o más divertido fue cuando hablamos de política. Mi madre detesta al actual presidente Vizcarra, aun más que a su antecesor, que se vio forzado a dimitir. Lo considera un hombre de izquierda, un debilucho, un pusilánime. Dice que el Perú va camino de ser como Venezuela. Cree que el presidente es un chavista encubierto, agazapado, y que hará trampa en las elecciones adelantadas. Está convencida de que, en un año, el Perú será como Venezuela y todo se echará a perder. Como es tan pesimista, me pide que vuelva a Lima, que regrese a la televisión, que haga el programa «El Francotirador» para salvar al país. Solo tú puedes hacerlo, me dice, llena de amor. Solo «El Francotirador» puede abrir los ojos de los peruanos y hacerlos votar bien, insiste. Tienes que venir a Lima cuanto antes, hijito, y salvar a tu patria querida. Yo la escucho, conmovido, y me siento tan desmesuradamente querido que no me atrevo a contradecirla. Lo veo difícil, mamá, le digo. Silvia y Zoe me necesitan allá, y además allá estamos bien, somos felices, no nos veo mudándonos a Lima, le explico. Entonces vienes todos los fines de semana, no seas flojo, me dice ella. Buena idea, le digo, y la tomo de la mano y la beso en la mejilla.
En realidad, pienso que mi madre exagera. El presidente es un hombre bienintencionado. El Perú no va camino de ser Venezuela. Las cosas van bien. Podrían ir mejor, claro, pero también peor. El adelanto de las elecciones me parece una buena idea. Las colas que vi en la feria del libro me recordaron que la clase media sigue prosperando. No veo un riesgo alto de que el Perú se suicide. Me tienta, sí, hacer «El Francotirador» durante la campaña presidencial, aun si tuviera que viajar todos los fines de semana. Por fortuna para el Perú y para mí mismo, ya no me seduce ser presidente. He comprendido que soy un escritor, que mis días son mejores cuando escribo, que hacer política equivale a dejar de escribir, y que, gane o pierda, si entro en política tendría que dejar de escribir. No quiero dejar de escribir. No entraré en política. No seré un ex escritor. Seré un escritor hasta el último de mis días, perdón por la terquedad.
Crédito: Infobae
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