¿Demasiado viejo para jugar?

Antes de nacer, ya tenemos aspectos de nuestras vidas decididos por otros, sin nuestra intervención. Según el sexo que traigamos, nuestros progenitores deciden el nombre que llevaremos por el resto de nuestras vidas, por ejemplo; pero esa es sólo una de las numerosas decisiones, previamente tomadas por los otros y que puede definir algunos o muchos eventos de nuestro futuro.

La sociedad  organiza la vida de las personas de muchas maneras y en distintas áreas; se deben realizar las actividades y alcanzar los  objetivos según la edad cronológica. Las convenciones sociales establecen las edades adecuadas para estudiar, formar pareja estable, tener hijos y lograr la estabilidad económica, todo de acuerdo con un plan preconcebido, aplicable en principio a todas las personas; sin embargo, no  todos se ajustan a los mismos esquemas, pues las diferencias individuales siempre están presentes.

Indudablemente, cada edad tiene sus características y los eventos se viven según la etapa que se esté atravesando.  En la niñez el juego es una actividad esencial que sirve para desarrollar la creatividad, socializar, elaborar conflictos y divertirse. Al quedar la infancia atrás y entrar en la adolescencia, la importancia del juego disminuye o desaparece, pasando a ocupar lugares centrales, otro tipo de asuntos. Posteriormente es la realización profesional y el logro de la estabilidad económica lo fundamental, así como la formación de una nueva familia; de manera que el juego puede haber quedado muy atrás, lejos y olvidado. ¿Por qué tendría que ser de otro modo?

Socialmente no es muy bien visto que los adultos jueguen pues se considera cosa de niños, que no son serias para un adulto que se respete; se asocia con pérdida de tiempo, pues en la adultez corresponde ocuparse de cosas importantes, de adultos. Pero muy por el contrario, el juego implica ganancia, además de alegría y para eso no hay edad. Difícilmente veremos a una persona crecida, jugando al escondite o a cualquier otro juego de la infancia que tanta diversión proporciona en esa etapa, pero ¿Por qué no hacerlo?

Si examináramos las razones que nos lo impiden, podríamos encontrar que no son en realidad de mucho peso. La mayor parte del tiempo podemos estar sometidos a barreras mentales que nos causan malestar sin que lo notemos, volviéndonos un poco prisioneros de nosotros mismos, sin que exista una verdadera justificación. ¿Por qué no romper o al menos estirar esas barreras?

Jugar favorece la flexibilidad mental pues nos lleva a otras formas de enfocar las situaciones y a sentir nuevas emociones o volver a experimentar aquellas que se quedaron olvidadas en el pasado; de manera que el juego  estimula la imaginación y favorece el aprendizaje. Si se trata de juegos en grupo con actividad física incluida, además de estimular la circulación sanguínea y el trabajo muscular, se segregan neurotransmisores que nos hacen experimentar alegría y esta no debe quedar excluida a ninguna edad.  Así, el juego también es salud física y mental.

Conservar esa capacidad lúdica no implica infantilizarse, tampoco ser ese adolescente tardío o prolongado del que hablan los sociólogos. Evidentemente ser adulto  significa responsabilizarse de la propia vida, tolerar y respetar las diferencias, no tratar al otro como un objeto para uso y consumo, pero nada de eso impide tener capacidad de imaginación, de curiosidad ante lo nuevo, ni implica  la imposibilidad de divertirse ni de experimentar la misma alegría de un niño cuando juega, dándole como él, la importancia y seriedad que merece la hora del juego.

Sobre eso, nos quedan las palabras del psicoanalista inglés Donald Winnicott: “En el juego y  sólo en él, pueden el niño o el adulto crear y usar toda la personalidad; el individuo descubre su persona sólo cuando se muestra creador.”

Mariela Ferraro
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