Ser feliz a toda costa
En principio, toda persona quiere alcanzar la felicidad, que pudiera concebirse como un permanente estado de satisfacción por el logro de lo deseado y en ese sentido, parece ser universal; pero se convierte en algo particular pues la felicidad no es lo mismo para todos.
Puede ocurrir que al obtenerse lo que representa la felicidad, se experimente una especie de desilusión; sobre eso Oscar Wilde dijo que en este mundo hay sólo dos tragedias: una es no obtener lo que se quiere y la otra es obtenerlo. No tener algo que desear podría ser trágico como sostiene el escritor irlandés, pues implicaría no tener motivos para vivir.
Hay quien dice que la persona puede desear la felicidad y al mismo tiempo, no saber en qué consiste, aceptando con facilidad lo que otros conciben como situaciones o vías que llevan a ser feliz. En relación con eso, el profesor Nicolás Cuello, afirma que los discursos de felicidad, entusiasmo y positividad se han convertido en mecanismos disciplinadores. En ese mismo sentido, la filósofa Sara Ahmed, declara que la felicidad dicta la organización del mundo y que es usada para definir normas sociales, apareciendo ligada a determinadas elecciones de vida y a ciertas formas de ser o estar, como el matrimonio, la maternidad, la acumulación de riqueza o el disfrute de los avances de la tecnología y las ciencias.
Ella señala que el concepto de felicidad se vuelve más importante en períodos de crisis y sostiene que en los últimos años se ha dado un “giro hacia la felicidad”, visible en la enorme cantidad de libros publicados sobre la ciencia y la economía de la felicidad, en las numerosas culturas terapéuticas, los discursos de autoayuda y en las diversas lecturas de ciertas tradiciones orientales, todas ellas apuntando a la enseñanza de la felicidad.
Proliferan las encuestas sobre la comparación de la felicidad entre los países e incluso en algunos, el tema se ha convertido en asunto de Estado, llegando a incluirse en sus Poderes Ejecutivos, el Ministerio de la Felicidad.
Tampoco la Academia se ha quedado atrás en esto, pues en países como España y México, se han fundado universidades de la felicidad.
Ante la preocupación mundial sobre la felicidad cabe preguntarse ¿Qué es? ¿En qué consiste? Y sobre todo ¿Cómo alcanzarla?
La psicología positiva se ha ocupado de estudiar los procesos que sirven de base a las emociones positivas, considerando que la felicidad es una de ellas; su máximo representante Martin Seligman, sostiene que la felicidad se basa en tres pilares: la tendencia de la persona al optimismo, sus circunstancias de vida y su voluntad, de modo que para él, ser feliz es una decisión personal y puede lograrse mediante el aprendizaje de ciertos hábitos. Sin embargo, el asunto parece mucho más complejo.
En Psicología se sabe que desde la infancia, se aprende a reprimir emociones “inconvenientes” como la rabia; muchos padres le exigen al niño que no la muestre, usando diversos métodos, como el castigo físico o simplemente ignorándolo cuando manifiesta su ira. Por la repetición de esta dinámica, el niño termina haciendo lo mismo con muchas de sus propias emociones, quedando incapacitado para identificarlas, lo cual se mantiene en su vida adulta, con la consiguiente problemática física y/o emocional.
Abundan en las redes sociales, consejos cómo “sonríe aunque sufras” “muestra tu mejor cara aunque estés en la peor situación”, “la gente valiosa es la que tiene ganas de llorar pero sonríe“ o “sé positivo”, como si un estado anímico, fuese cosa de meras apariencias, de seguir un consejo o de acatar una orden.
Adicionalmente, esta visión parece concebir que la felicidad es contagiosa, de modo que si nos mostramos felices, quienes nos rodean también lo serán, lo cual pretende uniformar a las personas, borrando la manera de ser, de ver y estar en el mundo, que tiene cada una de ellas.
Mucha de esta literatura de la felicidad, propone la forma de alcanzarla como si se tratara de una receta de cocina o de un manual para armar un objeto. La felicidad deja de ser un deseo para convertirse en una obligación y quien no la cumpla a cabalidad, ya puede ir asumiendo la responsabilidad de su ineptitud y sus consecuencias.
El actual imperativo de la felicidad la concibe por un lado, proveniente de las características del individuo apto y por otro, del medio ambiente, con base en ideales sociales o económicos; generaliza metiendo a todo el mundo en el mismo saco y no atiende a las diferencias individuales, dejando de lado adicionalmente, los sufrimientos o conflictos que cada persona pueda tener, induciéndola a estamparse un “parche de alegría” que no resuelve problemas sino que por el contrario, los agrava al ocultarlos.
La obligación de ser feliz a toda costa puede encerrar la paradoja de conducirnos hacia la infelicidad, al llevarnos por delante nuestro propio y auténtico ser. Las emociones “negativas” como la ira, la tristeza, el miedo o la vergüenza, son propias de la naturaleza humana; son tan importantes y necesarias como las positivas, pues nos ayudan a tramitar procesos, a señalarnos la presencia de problemas o simplemente a conocernos.
Las emociones y los sentimientos no pueden forzarse, en este terreno no es válido el control sin la comprensión; tampoco pueden imponerse las maneras de ser ni las de vivir. Pensar lo contrario es permanecer en una ilusión que eventualmente lleva al desengaño, propiciando la aparición de diversos malestares tanto corporales como psicológicos.
Si algún imperativo pudiera resultar útil, tal vez sería el de la libertad para ser auténticos, para escucharse a uno mismo, buscando ser de verdad quién se es y estar donde y como genuinamente se desea; para esto no hay una receta general ni viene de afuera.
Ya lo dijo el filósofo José Ortega y Gasset: “Felicidad es la vida dedicada a ocupaciones para las cuales cada hombre tiene singular vocación”.
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