La codicia es una planta trepadora que no muere

Cuando la señora Dorita Lerner viuda de Barclays cumplió ochenta años, repartió la mitad de su fortuna entre sus hijos. Ahora se arrepiente de haber sido tan generosa. Temerosos de que viviera hasta los cien años o más, pues gozaba de estupenda salud, sus hijos la presionaron obstinadamente, majaderamente, para que les donase la mitad de su fortuna, heredada de su familia, dueña de minas, y ella, mujer de honda fe religiosa, de gran corazón, acabó cediendo, contrariando el consejo de su amigo de toda la vida, el Cardenal, quien le advirtió:

-Si les regalas tanta plata a tus hijos, los vas a convertir en zánganos, en haraganes, en buenos para nada.

La opinión del Cardenal no era desinteresada: recibía una abultada donación mensual de su amiga Dorita y aspiraba a quedarse con una parte de la fortuna. Por eso, los hijos de Dorita odiaban al Cardenal y lo consideraban un enemigo altamente peligroso, cuyas apetencias monetarias había que atajar y neutralizar. Pero el Cardenal jugaba con una ventaja no menor: confesaba todas las semanas a Dorita, le oficiaba una misa privada, le daba la comunión y le hablaba en nombre de Dios, como representante o ministro de Dios. El Cardenal, que era del Opus Dei, había caído en desgracia con el Papa argentino, que era jesuita, y por eso necesitaba los dineros de Dorita Lerner para asegurarse una jubilación sosegada, muelle, a ser posible opulenta, discretamente opulenta, como solían vivir sus cófrades del Opus Dei.

Pero no solo el Cardenal era un parásito mendigante de Dorita Lerner, un vampiro que le succionaba la sangre crematística: la enfermera personal de Dorita, una mujer de origen humilde llamada Malena, que no había estudiado enfermería sino cosmetología, tenía una habilidad endiablada para sacarle dinero clandestinamente, sin que los hijos de Dorita se enterasen de sus pillerías. Abusando del candor y la generosidad de su paciente, la avezada cosmetóloga le había sacado tanto dinero por lo bajo que había montado un consultorio privado, con máquinas importadas, de última tecnología, y además se había comprado una casa en un barrio de clase media y dos automóviles, todo con plata de Dorita, unos supuestos préstamos que, desde luego, no pensaba pagarle nunca. El problema con Malena, aparte de que esquilmaba a Dorita sin miramientos, era que la sometía a unos tratamientos invasivos, con inyecciones de hormonas y células madre, que en dos ocasiones habían dejado a la pobre Dorita al borde de la muerte. Los hijos de Dorita habían enviado a la policía al consultorio ilegal de Malena, habían logrado que la detuvieran, la habían amenazado con enjuiciarla por negligencia criminal, por hacer tratamientos médicos para los que no tenía permiso ni aptitudes, pero Malena no se dejaba arredrar y seguía inyectando las sustancias más riesgosas a su conejillo de indias, la intrépida Dorita Lerner, quien, cuando era joven, había sido corredora de olas y campeona de saltos ecuestres, y se vanagloriaba de no tenerle miedo a nada, ni siquiera a la muerte, que esperaba como un premio, un descanso, un viaje al paraíso.

Increíblemente, para prevenirse de acciones legales contra ella, Malena había convencido a una de las hijas de Dorita, una ludópata perturbada de nombre Carlota, a aplicarle ella misma las inyecciones, sin que Carlota tuviese la más pálida idea de cómo hacerlo. Entre risas, chismes y arrebatos pueriles, las tres mujeres se reunían furtivamente en el consultorio y Carlota le ponía inyecciones a su madre, sin advertir que estaba jugando irresponsablemente con la vida de Dorita. El 24 de diciembre por la mañana Carlota le puso inyecciones de células madre a Dorita y la pobre señora Lerner terminó en la sala de urgencias de un hospital, a punto de fallecer, y pasó las navidades internada, por culpa de la codicia de Malena y la estulticia de Carlota. Lejos de comprender la gravedad de la situación, Dorita salió del hospital unos días después y, terca, porfiada, siguió atendiéndose con Malena, a pesar de los ruegos de sus hijos, quienes le decían:

-La bestia de Malena te va a matar de puro bruta, mamá.

Pero como Malena se había apandillado en el Opus Dei para simular ante Dorita que compartía sus dogmas religiosos, y como rezaba con ella, prosternadas ante el Cardenal, Dorita creía que Malena era una mujer en la que podía confiar.

No contenta con los millones que había recibido de su madre cuando esta cumplió ochenta años, Carlota quería sacarle más dinero a Dorita y la mortificaba día y noche, pidiéndole unas donaciones adicionales, alegando que se había quedado corta de liquidez, pretextando que había hecho inversiones imprudentes o que la suerte le había dado la espalda. La codicia de Carlota, que era indesmayable, una planta trepadora que se resistía a morir, la tenía enfrentada a sus hermanos, quienes la acusaban de ladrona y tramposa, de cínica y desvergonzada, de millonaria manirrota e inversionista boba, de insidiosa y cizañera. La guerra familiar contra ella escaló tanto y se impregnó de tantas amenazas y procacidades, de tantos correos envenenados y cartas notariales, que Carlota pasó las navidades encerrada en la habitación de su madre en una clínica, prohibiendo el ingreso de sus hermanos, afirmando falsamente que esa era la voluntad de su madre sedada y de momento inconsciente.

¿Por qué Carlota Barclays se había quedado sin dinero, o decía haberse quedado sin dinero? Porque cuando recibió los millones de su madre, se compró tres mansiones: una en la ciudad, otra en el campo, la tercera en la playa. Luego alquiló pisos en Londres y Madrid, donde estudiaban sus hijas. Todavía insatisfecha, deseosa de una vida regia, principesca, cometió dos errores que le costaron caros: como tenía un amante en Buenos Aires que era financista y trabajaba en un banco de inversión, fue convencida de invertir millones en la Bolsa de Valores de la Argentina, a mitad del gobierno del presidente Macri, cuando la situación económica aún lucía prometedora, en diciembre de 2017. Persuadida por su novio argentino, quien le aseguró que Macri sería reelegido y la Bolsa local seguiría fortaleciéndose y la Argentina despegaría al progreso económico como Chile, Carlota Barclays, que no sabía nada de economía ni de política, pero estaba enamorada del financista argentino, decidió comprar acciones en la Bolsa argentina por varios millones de dólares. Dos años después, en diciembre de 2019, había perdido el ochenta por ciento de su inversión y, en consecuencia, mandado al carajo, con amenazas de contratar matones para romperle las rodillas, a su novio argentino, el inversionista presuntamente sagaz que le hizo perder una fortuna en Buenos Aires.

El segundo error que cometió Carlota fue comprarse un avión:

-Estoy harta de las colas en los aeropuertos -afirmó-. Los aviones son un asco, parecen autobuses, van llenos de gente horrible, apestosa. Mi sueño de toda la vida ha sido volar en avión privado ¡y lo voy a cumplir!

Se compró un avión usado, pero en buenas condiciones, en los Estados Unidos, que le costó varios millones, sin calcular que el mantenimiento de la aeronave sería muy oneroso: el hangar, el combustible, los pilotos, las revisiones mecánicas antes de cada vuelo, todo aquello sumaba fortunas mensuales que ahora Carlota debía abonar a regañadientes, solo para sentirse una reina que no condescendía a ensuciarse los zapatos en los aeropuertos de la gente común, los plebeyos apiñados en aviones malolientes.

Por eso, después de comprar tres casas y arrendar dos pisos, y perder una fortuna en la Bolsa argentina, y comprar un avión que no necesitaba, Carlota decía que estaba corta de liquidez y urgida de un salvataje financiero por parte de su atribulada madre, quien se había quedado con la mitad de su fortuna, pero ahora se sentía amenazada por su hija, por la enfermera, por su amigo el Cardenal, y por algunos de sus hijos más dispendiosos y holgazanes, que también le suplicaban un dinerito a hurtadillas, «volando por debajo del radar, mamá». Preocupados porque Carlota invitaba a su madre en el avión privado y, a solas las dos, le narraba sus desgracias financieras y le imploraba que le donase más dinero, los hermanos de Carlota la amenazaron con enjuiciarla, pero ella, que no tenía frenos ni límites, contraatacó y los amenazó con dar entrevistas a la televisión y hacer un escándalo truculento, acusando a los hermanos Barclays de haber manipulado cínica y fríamente a su madre para obligarla a heredarlos en vida, cuando ella cumplió ochenta años. La amenaza de un juicio y un escándalo acanallados flotaba, pues, en el ambiente, sobre todo en el ambiente hermético del Gulfstream 450 de Carlota, piloteado por un ex capitán de American Airlines y Avianca, que, sin que Dorita lo supiera o sospechara, era amante de Carlota, y por eso se hospedaba en el mismo hotel que ellas, a cuenta de Dorita, por supuesto.

Recientemente, unos de los hijos de Dorita, el atleta Alfredo, que se dedicaba a correr maratones por el mundo, había cumplido veinticinco años casado y le había pedido a su madre Dorita usar su gran casona para dar una fiesta espléndida, celebrando el aniversario matrimonial. Encantada, Dorita le prestó la casa. La fiesta fue a todo trapo y costó una fortuna. Los vecinos se quejaron por el ruido estruendoso de la música. A pesar de sus protestas acaloradas, tocando el timbre en ropa de dormir, y las visitas ceñudas de los guardias municipales, exigiendo silencio, el bullicio de aquella música carnavalesca prosiguió hasta el amanecer. Conmovida por el éxito de la fiesta, y porque su hijo Alfredo le dijo, bastante alicorado, que había sido fiel a su esposa Ana los veinticinco años sin interrupciones, Dorita escribió una carta muy sentida a todos sus hijos al día siguiente, diciéndoles que Alfredo le había dado una alegría muy grande, un orgullo que nunca había sentido, y que resultaba un ejemplo de buena conducta o un arquetipo moral del que todos sus hermanos debían aprender. Pocos días después, llegó a la casa de Dorita la notificación de una multa onerosa que debía pagar por los ruidos molestos de la fiesta. Dorita llamó a su hijo Alfredo y le pidió que pagase la multa, como correspondía. Alfredo le preguntó en tono autoritario:

-¿A nombre de quién está la multa?

-A mi nombre -respondió Dorita.

-Entonces te corresponde pagar la multa, mamá -dijo Alfredo, secamente.

Dorita quedó tan consternada y deprimida por la actitud mezquina de su hijo que anunció que se iría un mes a recluirse en la casa de campo de Carlota y someterse a un retiro espiritual, acompañada del Cardenal. También anunció, en un escueto correo electrónico a sus hijos, que, a su muerte, todo su patrimonio, o lo que quedase de él, sería donado al Cardenal y al Opus Dei. Enojado porque el maltrato de Alfredo a su madre había provocado tamaña crisis familiar, uno de los hijos de Dorita, Julián, visitó a Alfredo en su casa de cuatro pisos, lo insultó a gritos y le dio una furiosa trompada que lo derribó como si fuera un arlequín o un monigote de trapo.

-¡Tu tacañería nos va a costar una fortuna, pelotudo! -le gritó, y se retiró, indignado, farfullando obscenidades.

Crédito: La Nación

Jaime Bayly
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