La nueva normalidad
Es bien sabido que transitamos por una etapa muy difícil tanto en el país, como en el resto del mundo, pues el covid-19 ha perturbado el modo de vivir; desde los hábitos más insignificantes hasta las tareas más relevantes se han visto alteradas para una gran mayoría y no se sabe por cuánto tiempo; esto último representa una dificultad adicional: la incertidumbre.
Las rutinas han cambiado, no podemos movernos con la misma facilidad de antes, estamos impedidos de ir libremente a cualquier lugar, en especial a los que puedan albergar gran número de personas, de modo que las formas tradicionales de relación social y ratos de esparcimiento, están restringidos.
Cuando entramos en cualquier establecimiento somos objeto de revisión, cual equipaje en aeropuerto, para detectar y descartar el signo que implica la presencia de ese elemento temido; nuestra temperatura corporal, que en principio es información privada como cualquier otro aspecto de nuestra salud, queda bajo el escrutinio del vigilante de turno, como si fuese nuestro médico quien nos examina.
Debemos salir con el rostro cubierto por el tapabocas, lo que puede hacernos sentir aprisionados tanto en lo físico como en lo emocional; incide en la natural forma de respirar, en la sensación táctil de la brisa o del sol sobre la cara, antes irrelevante pero ahora de gran valor.
Este imprescindible instrumento para evitar el contagio, igualmente dificulta la expresión facial de nuestras emociones, que adicionalmente sirven para comunicarnos con los demás; al cubrirnos el rostro, que es parte esencial de nuestra identidad, quedamos en una especie de anonimato uniformado.
La relación con el otro también se ha visto alterada, al quedar obligados a mantener la distancia física y con ello, imposibilitados para expresar el afecto en las formas que nos son naturales, ya que la cercanía física con los otros es potencial fuente de riesgo.
Estas nuevas condiciones se agregan a la problemática que cada uno puede haber tenido con anterioridad a la pandemia, aunque es claro que nadie vive la situación actual de igual manera.
Quienes tienden al aislamiento pueden sentirse más cómodos con la nueva situación, mientras que los más sociables se encuentran bastante afectados y aunque la tecnología permite el contacto virtual, difícilmente puede sustituir la presencia.
Hay quienes sostienen que estos cambios llegaron para quedarse, que el virus no desaparecerá, que siempre tendremos que usar tapabocas, que la virtualidad en el trabajo y en las relaciones se instalará definitivamente, reemplazando cualquier forma presencial; en suma, que todas estas circunstancias son definitivas, instaurándose así una “nueva normalidad”. Esa afirmación es, por decir lo menos, discutible pues si algo caracteriza a todos los seres vivientes es el cambio constante, tanto en lo individual como en lo colectivo.
En el ámbito de las ciencias, se sabe que un virus, como cualquier otro organismo, muta continuamente, transformando sus características y comportamiento. En cuanto al ser humano, desde la biología se ha establecido que todos los tejidos se reemplazan y reparan, mediante la regeneración celular, es decir, cambian constantemente; de este modo mudamos todas las células que componen nuestro cuerpo, en un lapso aproximado de siete años.
Desde la perspectiva psicológica se entiende que las personas evolucionan mentalmente; pasan de una etapa a otra a lo largo de sus vidas, integrando y reestructurando elementos, según sus características individuales.
En lo colectivo se observa exactamente el mismo fenómeno; una de las grandes escuelas del pensamiento sociológico moderno, señala que toda sociedad y cada uno de sus elementos, están sometidos al cambio en todo tiempo y cada uno de esos elementos, contribuye a ese cambio.
De manera que si hay algo constante y seguro, es precisamente el cambio, que dependiendo del área, se producirá con mayor o menor rapidez. Algunos se pueden predecir con cierto margen de aproximación, otros no admiten esa posibilidad y es en estos casos donde la incertidumbre se opone a ese deseo humano de controlarlo todo y que constituye una característica ambivalente, pues si bien es cierto que dominar el medio ambiente ha permitido que la humanidad avance en muchos campos a través de la historia, también ha traído diversos males.
Individualmente, este afán de control no está presente en todas las personas o al menos, no con la misma intensidad; se sabe que aquellas que lo poseen toleran mal los cambios, pudiendo sentirse amenazadas ante cualquier modificación del exterior. Quien controla ordena el funcionamiento de su medio, se trate de una empresa, de una familia o de cualquier otra dinámica; pero el control implica un esfuerzo constante, de tal magnitud que puede convertirse en una carga insoportable para quien lo ejerce, obligándolo adicionalmente a enfrentar el hecho de que ese control pudiera ser, además de un trabajo inútil, una ficción e inclusive, un perjuicio.
Si los cambios son una constante y muchos de ellos ni siquiera pueden predecirse, corresponde aprender a vivir con la incertidumbre. Según el filósofo Immanuel Kant, la inteligencia de un individuo se mide por el grado de incertidumbre que puede soportar, afirmación difícilmente aceptable para muchos; lo que sí parece evidente es que no pretender controlarlo todo, nos libera de un peso innecesario pues evidentemente no podemos controlar ni cambiar, lo que no depende de nosotros.
La presencia del COVID-19 en el mundo escapa del control de quienes no se ocupan del quehacer científico, de modo que es inútil preocuparse por lo que está fuera de nuestra área de competencia, solo queda cuidarse para evitar la enfermedad. Por otra parte, el hecho de que los cambios sean algo seguro y continuo, evidentemente nos indica que nada dura para siempre, de modo que la “nueva normalidad” que tanto malestar ha traído, será indudablemente algo temporal.
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