La renuncia

Por Jimeno Hernández

@jjmhd

 

 

 

En Venezuela soplan vientos que anuncian tempestades. Esta gente lleva demasiado tiempo manejando los hilos del poder y el líder máximo de esta pandilla de bellacos y caribeadores ha protagonizado una bochornosa dinastía en la Presidencia de la Republica.

 

Ese hombre es tan zamarro y descarado que dice que la Constitución sirve para todo y ordena al Poder Legislativo reformarla con el objetivo de alargar el mandato y perpetuarse en el cargo. Maneja los títeres del Congreso a su antojo y procede a satisfacer su apetito continuista, cebando los estómagos de personajes influyentes con un brebaje compuesto de miedo con morocotas. Esa es la especialidad gastronómica en esta humilde taguara. Aquí está la sopa de Boves, te la tomas o te jodes.

 

La reforma constitucional prolonga su mandato y le permite ahora la reelección inmediata. Esta bribonada se convierte en la gota que rebosa la copa de la paciencia y el abuso de poder del Presidente altera los nervios de conservadores y liberales. Corren los primeros días del año 1858 y José Tadeo Monagas es ahora el enemigo de todos. Tanto en mercados como en salones prestigiosos se escuchan rumores de una conspiración para tumbarlo. Son muchas las lenguas viperinas que afirman que el régimen tiene los días contados y cae apenas se halle un cabecilla para el alzamiento. El llanero José Antonio Páez no se encuentra disponible por encontrarse en el destierro. Juan Crisóstomo Falcón, Comandante de armas de Coro se niega a traicionar al jefe, pero guarda silencio y no acusa a aquellos que se le acercan para tentarlo. La responsabilidad recae entonces sobre un sombrío personaje de apellido detestable y oscuro bigote, el General Julián Castro.  

 

Irrumpe así en el panorama político de la Republica un sortario parido por las circunstancias absurdas de este triste momento histórico. Un militar de pacotilla que creyó estar iluminado por la buena estrella y cuyo nombre ha quedado estampado en los anales de la historia con la tinta colorida e indeleble de la vergüenza. El día 10 de Marzo ensilla su caballo en la ciudad de Valencia y pone a sonar las espuelas rumbo de Caracas con el propósito de derrocar a Monagas.

 

La marcha no encuentra resistencia para sorpresa de los alzados. El recorrido del jinete se convierte entonces en un desfile pues, al atravesar pueblos y caseríos, la gente sale a saludar a los soldados y hasta le regala vivas al General. En esta Revolución de Marzo no hay enfrentamientos, nadie cae muerto y la única sangre que tiñe los caminos es la de las ampollas de quienes siguen la tropa sin alpargatas.

 

La ciudad de Caracas, Capital de la República, lo recibe en apoteosis. Ha entrado sobre su bestia a Santiago de León el hombre que viene a derrocar al tirano y la Revolución ha dado luz a un nuevo héroe, un mesías a caballo que ha llegado a salvar los destinos de la Republica y se hace llamar General en Jefe del Ejército Libertador.

 

Todo es gloria en bandeja de plata para Castro cuando, el día 15, el Presidente José Tadeo Monagas abandona su despacho, se refugia en la Legación de Francia y negocia salvoconducto hacia el exilio. Castro asume la presidencia frente al vacío de poder que ha originado la renuncia del oriental y, el 8 de julio, resulta electo como Presidente Provisional por la Convención de Valencia.

 

Al igual que su antecesor no tarda en quedar embrujado con los hechizos de la silla. La situación en el país es de caos y anarquía, pero él quiere de pronto convertirse en dueño y árbitro de la política, pero el General Julián Castro no es el cuchillo más amolado de la gaveta. Carece de habilidades; sus palabras demuestran escasez cultural; ha tenido poco vuelo político; es indeciso y no tiene autoridad.

 

El país se encuentra revuelto; el descontento es pulsante y se teme el estallido de una guerra fratricida. Eso no evita que Castro intente maniobras para mantenerse en el poder, pero el hombre es torpe y se le enreda el papagayo. La explosión de la Guerra Federal lo ha puesto en las botas del hombre odiado por todos y entonces alega enfermedad y renuncia a la Presidencia para salvar su pellejo.

 

En un manifiesto escrito el 20 de Enero de 1860, Castro explica: “Renuncié, no porque me creyera en posesión de una autoridad que no ejercía, sino por la opinión de personas respetables, que me hicieron comprender que de este modo contribuiría al restablecimiento de la paz”.

 

El general entendió sus limitaciones y cuando le roncó el tigre, el burro tusero dejó el cagajonero.

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