¡Queremos Paz!

El doctor Clodomiro Contreras era abogado, periodista y escritor de ágil verbo que, en los primeros años del Siglo XX, publicaba artículos, folletos y cartas públicas en distintos periódicos que circulaban por las calles de Caracas.

En 1902, año trágico para Venezuela por los estragos de la guerra de “La Revolución Libertadora” y el bloqueo de puertos y costas por flotas de distintas potencias europeas, el país reclama paz y muchos hablan de pacificación nacional. Uno de estos es Don Clodomiro Contreras, quien publica aquel año un texto titulado “Por la paz” dirigido a al “Cuerpo Legislativo de la Nación”.

Dice en este Contreras:

Estamos en hora de saludable reacción. Asistimos al final de una era, presenciamos un gran trabajo.

Los males del frenesí tumultuario revisten caracteres de definitiva catástrofe para que el buen sentido de la Nación se oriente. La orientación se presenta lúcida y se impone. ¡Paz! Exclama el Primer Magistrado de la República al narrar la pavorosa síntesis de ocho revueltas en treinta meses. ¡Paz como único refugio! contesta el Congreso. ¡La paz a todo trance! es el grito unísono del país. ¡Al menos una tregua! dice el abrumado comerciante, esperando que la suspensión de armas concluya en durable concordia. ¡Os conviene una tregua! nos dicen al oído los representantes de los poderes extranjeros.

Miremos atrás: el país cubierto de sangre; una aventura la vida del ciudadano; imposible la tranquilidad de las familias; la miseria reagravada por la inseguridad; la razón nacional desequilibrada; confusión por todas partes.

Donde hay el conflicto social del pauperismo, la amenaza del socialismo, la lucha declarada entre el capital y el trabajo, con las huelgas, su más inocente manifestación, los Gobiernos y Parlamentos de Europa y muchas sociedades protectoras, con la prensa a la cabeza, luchan con provecho por mejorar las clases menesterosas y por dar entrada en la legislación a reformas prácticas consideradas ayer como utopías, por conciliar lo que la avaricia y la ambición habían juzgado irreconciliable; y bien:

¿Qué hacemos nosotros ante esta locura de la guerra que amenaza convertir el país en un inmenso manicomio?

La verdad es que el espíritu de sedición ha filtrado de tal manera en las costumbres, que si no es para todos un mérito, tampoco es una falta conspirar. Es una manera de tentar fortuna en la gran bolsa de la guerra, y nada más. Solo para las deslealtades, para las traiciones, la conciencia pública, por fortuna no admite atenuaciones.

Pues bien, si las leyes han de ser reflejo de las costumbres por trocar en severidad esa culpable benevolencia por la sedición; corríjase ese extraviado criterio que multiplica los cómplices y glorificadores de la causa de  todos los males,  y ármese a los Poderes Públicos, sin subterfugios, con grandeza igual al infortunio nacional, de la suma de autoridad preventiva y represiva que la necesidad de salvación reclama.

Si es la guerra la fuente abierta de todas las desdichas; si acaba con preciosas vidas y cercena la miserable hacienda; si por desaliento decae toda labor; si permanecemos aquí porque agotados nos falta fuerza para alzar el vuelo; si la inseguridad aleja capitales y colaboradores extranjeros codiciosos de interesarse en la explotación de tan vastas riquezas; si todo propósito fecundo tiene que ser propuesto por los Gobiernos mejor inspirados a la tarea de cazar sediciosos; si en fin, extraviada la opinión falta hasta quien marque un rumbo salvador, después de pesar estas palabras debo declararlo:

Una sola vía está abierta para la nación: ¡Romper con la fatalidad de las revueltas; la paz, imponer la paz a todo trance! La necesidad del orden es la suprema ley. La paz es la integridad, la existencia Nacional. Con ella el gobierno más violento arroja sus armas ante la opinión que ha roto las suyas y solo busca las durables decisiones de la equidad. El interés de Estado, el derecho superior, la razón de Estado son la paz. Paz inmediata, paz inamovible, esa es la gran política. A ese pensamiento hay que subordinarlo todo. Toda revolución deja una piedra de espera para otra.

Y en estos momentos que el Magistrado marca los males nacionales y , honrado, reclama el concurso de todos para corregirlos o extirparlos, sería la ocasión de hacer sentir pública concordia. Nada hay que no pueda acometerse en el formal acuerdo de la Nación con sus altos Poderes y de estos entre si.
Fundado el orden público, los demás bienes vendrán por añadidura. Como de su origen natural brotarán el libre juego de las instituciones, la libertad civil, la libertad económica, la redención del país por los ferrocarriles y demás vías de comunicación; el desarrollo de la minería y la agricultura, la vivificación de la riqueza pública, las fortunas individuales y por fin, el despertar de la Nación

Jimeno Hernández
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