Venezuela: transiciones, acción colectiva y cambio político

Por Ysrrael Camero

@ysrraelcamero

 

 

 

Hasta hace apenas un mes el tono de la retórica, recurrente en redes sociales y en la comunicación diaria, era de crítica desesperanzada a la apatía general, las conversaciones giraban en torno a la generalización de la delincuencia, la escasez de los productos básicos, tocando con frecuencia la búsqueda de un autoexilio de amigos y familiares en otras tierras. Escuché a muchos preguntar por qué el pueblo no salía a protestar.

 

Estas semanas ese escenario se ha movido. El movimiento estudiantil volvió a marcar un cambio de pauta. Manifestaciones de los jóvenes contra la inseguridad en Táchira y Mérida terminaron en enfrentamiento contra las autoridades, en represión y detenciones.

 

La movilización del Día de la Juventud, el 12 de febrero, a la Fiscalía, tenía como objetivo justamente exigir la liberación de los detenidos en los días previos. Esa misma tarde se desató la violencia. La aparición de los Tupamaros, colectivos paramilitares apoyados por el gobierno nacional, marcó esa tarde con los primeros hechos de sangre de estas jornadas.

 

No es mi intención relatar los hechos posteriores, harto conocidos por quienes han seguido, por las redes sociales, la expansión de la movilización de calle desatada desde ese día en adelante, y la respuesta agresiva del gobierno, que ha desembocado en represión violenta contra la protesta social y persecución política contra dirigentes opositores.

 

En este artículo pretendo acercarme a una caracterización de los retos actuales del movimiento democrático venezolano, apreciando el cambio cualitativo que estamos presenciando. Las iniciativas de diálogo yacen sepultadas debajo de la violencia. La calle ha reaparecido, manifestándose desde San Cristóbal hasta Carúpano, desde Maracaibo y Coro hasta Puerto Ordaz y Ciudad Bolívar.

 

Emerge la tormenta postelectoral

 

En ambos lados de la ecuación venezolana la superación de la coyuntura electoral del 8 de diciembre ha sacado a la superficie varias crisis internas. En el chavismo la divergencia entre iluminados y oportunistas, entre militaristas y cubanófilos, entre moderados y radicales se ha expresado en una acción gubernamental y política cargada de contradicciones e incertidumbre, incapaces de responder a una crisis económica que se los está comiendo.

 

Dentro de la oposición también emergen las tensiones internas acumuladas. El discurso del “diálogo” promovido por un gobierno incapaz de responder a la crisis significó un momento delicado, superado sin trauma visible.

 

El dilema entre hacer énfasis en el crecimiento organizativo expresado electoralmente, intentando llegar a nuevos sectores, o la necesidad de movilizar directamente en la calle para detener el autoritarismo cruza el debate opositor.

 

La crisis de la Mesa de Unidad Democrática y el agotamiento del liderazgo de Henrique Capriles se expresaron con más fuerza a partir de la dinámica desatada por la iniciativa de “La Salida” promovida por la Movida parlamentaria, María Corina Machado y Leopoldo López. Esta propuesta, nada clara en sus objetivos, hace hincapié en la movilización activa de los ciudadanos.

 

La MUD ha apostado por una dinámica política de acumulación de fuerzas que se expresa en eventos electorales, en similar línea Henrique Capriles ha mostrado mucha prudencia al momento de convocar acciones de calle, tratando de evitar cualquier escenario de confrontación física.

 

Acá terminan coincidiendo estas tensiones con un movimiento estudiantil sensibilizado por las expresiones concretas de la crisis: la escasez, el desabastecimiento, el aumento del costo de la vida, la expansión de la delincuencia impune y la destrucción de la economía. La calle empieza a caldearse, y así llegamos al 12 de febrero de 2014.

 

Tres diagnósticos, tres tratamientos

 

Detrás de las tensiones internas de la oposición se arrastra, entre otras cosas, una divergencia en el diagnóstico de la crisis venezolana. No se ha construido un concepto unificado sobre lo que nos está pasando en Venezuela, coexisten, con matices, tres grandes lecturas políticas de la coyuntura del proceso que ya lleva tres lustros modificando nuestra sociedad.

 

En primer lugar, todavía hay quienes piensan que nos estamos enfrentando a un gobierno relativamente normal, legítimo pero con algunos preocupantes rasgos autoritarios, racionalmente interesado en consolidarse en el poder construyendo una convivencia con una oposición leal, que maneja una política económica estatista hasta donde el sentido de oportunidad les permita llegar. A partir de éste diagnóstico consideran que se debe tomar en serio la iniciativa de diálogo propuesta por el gobierno, propiciar la construcción de espacios de interlocución para “normalizar” la vida política venezolana, con miras a participar en las elecciones parlamentarias de 2015 y en las elecciones presidenciales de 2018.

 

En el otro extremo tenemos a quienes señalan que vivimos ya en un régimen totalitario de tipo comunista, en una dictadura brutal donde no hay espacio para el diálogo ni hay posibilidades de llegar a un proceso electoral que haga viable un cambio de gobierno. Para ellos la iniciativa de diálogo es un mecanismo diseñado por el Estado para debilitar a la disidencia y evadir las responsabilidades gubernamentales frente a la crisis. Al partir de esa interpretación la movilización de calle es el único mecanismo de presión popular para desatar una crisis interna que derrumbe al régimen por completo, lo que haría posible la reconquista de la libertad y la reconstrucción de la democracia.

 

Finalmente, estamos quienes pensamos que nos encontramos en medio de un “proceso”, de una transición que se inició el 2 de febrero de 1999 y que aún continúa, que nos ha conducido de una democracia en crisis a un régimen autoritario competitivo, a un híbrido, a una especie terrible de ornitorrinco de la política contemporánea.

 

En presencia de dos transiciones

 

La transición al ¿socialismo venezolano?

 

La primera etapa de este proceso se caracterizó por un desmontaje de la institucionalidad democrática y la construcción de un régimen híbrido, de un autoritarismo competitivo, de una nueva forma de autoritarismo velado.

 

En la construcción de este régimen coexistieron desde el principio varias agendas, despuntando cada vez más tanto el proyecto militarista de 1992 como la ensoñación totalitaria de los comunistas.

 

Pero la destrucción institucional no se limitó a las estructuras y prácticas democráticas, sino que se extendió progresivamente al Estado mismo y a las redes productivas de la sociedad. En medio de este desmantelamiento del Estado pululan oportunistas, nuevas redes de delincuencia organizada, redes que crecen en la anomia, una criminalidad creciente y una impunidad generalizada.

 

El proyecto totalitario se hace evidente como norte de la política gubernamental: el socialismo bolivariano se une indisolublemente al modelo cubano. La transición al socialismo marca las acciones políticas y económicas del gobierno, se inicia el paso de un autoritarismo competitivo a un autoritarismo abierto, con miras a la construcción de un sistema con rasgos totalitarios. En esa transición política, económica y social andamos.

 

Los caminos de una transición a la democracia

 

Del lado de la oposición la reconstrucción del sistema democrático violentado se coloca en el centro de los esfuerzos. Hay que separar los conceptos de transición a la democracia del de transición democrática. Parten ambos de una certeza, la existencia de un régimen no democrático.

 

La historia de las fuerzas que se oponen al chavismo en Venezuela ha pasado por varias etapas.

 

* Desde la resistencia de los partidos políticos previamente dominantes, AD y COPEI entre 1999 y 2001.

 

* Pasando por la dispersión política y la preeminencia de fuerzas corporativas, gremiales y de la denominada sociedad civil entre 2002 y 2004.

 

* Luego marcada por la tensión entre partidos políticos y la sociedad civil durante la época de la Coordinadora Democrática entre 2004 y 2005.

 

* Seguido de la reconstrucción de la vía electoral a partir de 2006, que se completa con el fortalecimiento de los partidos políticos en el seno de la Mesa de Unidad Democrática, entre 2008 y 2014.

 

El eje vertebrador de los esfuerzos ha sido la preservación y lucha por el Estado liberal democrático, primero, tratando de impedir la implantación de un régimen autoritario, luego enfrentándose al proyecto totalitario. Alcanzar un cambio político que permita construir en Venezuela una democracia moderna. Hasta ahora la transición a la democracia es un deseo convertido en organización y lucha.

 

¿Cómo pelear contra éste tipo de regímenes?

 

Estamos aún en un régimen híbrido, un autoritarismo competitivo, pero que se dirige rápidamente a convertirse en un autoritarismo abierto y brutal, única forma de terminar de imponer un sistema totalitario.

 

Los regímenes híbridos se están extendiendo en el mundo, desde la Rusia de Putin hasta Ucrania, desde el Ecuador de Rafael Correa hasta Bolivia con Evo Morales, hay un retroceso mundial de la democracia. No estamos solos en esta lucha, pero es imperativo desnudar los rasgos autoritarios de estos regímenes, organizándose en su contra y presentar alternativas.

 

La conversión en un régimen abiertamente autoritario pasa por la desaparición de los medios de comunicación autónomos, la destrucción de la capacidad de agencia de los ciudadanos, por hacer imposible la acción política efectiva de oposición, por la expansión de la represión, el uso del Poder Judicial para perseguir a la disidencia, combinado con una estructura de control social y cooptación política y económica, para imponer sumisión y desesperanza.

 

Acá van algunas reflexiones concretas para enfrentar esto. Lo primero es que hay que entender que no estamos hablando de una democracia. Cualquier iniciativa que se aproveche, cualquier brecha institucional que se abra se debe partir de la idea de que no estamos confrontando a un gobierno democrático sino a un régimen autoritario con un proyecto totalitario.

 

Dicho esto, la lucha contra éste tipo de regímenes debe moverse en múltiples escenarios y jugar en todos los tableros. Un ejemplo claro de esto es el lugar que tienen las movilizaciones masivas en el enfrentamiento político bajo este régimen autoritario competitivo. En los últimos días ha vuelto a emerger la movilización de calle como protagonista central de la dinámica política. Pero la calle por sí sola no genera un cambio político, empleada inteligentemente, con objetivos políticos claros y viables, puede funcionar como mecanismo de presión contra el gobierno para obligarlo a realizar cambios políticos importantes, si es combinada con exigencias políticas en las instituciones, en el poder legislativo, ante los tribunales, ante el mismo Ejecutivo. La calle puede ayudar a elevar el costo político de la represión, incrementando la posibilidad de que el gobierno ceda a las exigencias opositoras, que ignoraría en caso de que se presente exclusivamente con la presión institucional.

 

En segundo lugar, cobra especial importancia el fortalecimiento del entramado organizativo, la iniciativa política debe ser aprovechada para dejar un legado en forma de organización, fortalecer las redes políticas y sociales, poner en contacto al liderazgo, coordinar la protesta social, crear estructuras y redes de interacción social. Caso contrario la dinámica autoritaria podría apagar el foco de movilización y resistencia con más facilidad.

 

En tercer lugar, es vital preservar la ventana institucional, el termómetro y la presión electoral, agotar los canales existentes, presionando al aparato judicial. No hay espacio o brecha que deba despreciarse para impactar sobre la opinión pública, interna y externa, para presionar a las instituciones, para agotar al Estado.

 

En cuarto lugar, los espacios en los medios de comunicación, progresivamente cercenados, deben ser explotados mientras existan, deben ser combinados con nuevas redes sociales y con tecnología comunicacional diversa, medios alternativos, vinculando organización con comunicación permanentemente.

 

Diálogo y confrontación: mantener la distancia adecuada

 

Hay un debate recurrente en los distintos sectores de oposición, que se ha reabierto con la retórica del “diálogo” planteada por el gobierno. Partiendo siempre de la idea de que no estamos viviendo un régimen democrático aprovechar las iniciativas de diálogo para presentar las exigencias al gobierno, sensibilizando a la opinión pública, desnudando la falta de vocación dialogante del régimen puede ser particularmente útil.

 

Combinar confrontación y diálogo, coordinadamente, es incluso más adecuado. Una dinámica de confrontación puede colocar a la oposición en mejor posición para exigirle al gobierno cambios políticos a través de algún ejercicio de diálogo.

 

Lo que se debe evitar es el diálogo o la confrontación sin sentido. Un diálogo que se limite a “legitimar”, a lavarle la cara al gobierno, es un error. Todo diálogo debe apuntar a exigir un cambio político concreto, presionando con firmeza, desnudando el autoritarismo.

 

Una confrontación sin sentido político, aislada de los otros tableros de juego, puede aislar a los sectores democráticos de la sociedad, contribuyendo a fortalecer al gobierno, dándole legitimidad a la represión.

 

Confrontar para mejorar la posición estratégica de la alternativa democrática ante el gobierno, y así arrancarle logros políticos, cambios en el funcionamiento del poder, es una línea coherente con el cambio político buscado: acabar con el autoritarismo y permitir la existencia de la democracia.

 

Movilización en calle: ¿Cómo comerse a un elefante?

 

Desde el 12 de febrero la calle ha estado en el centro de la dinámica política venezolana. La represión desatada contra el movimiento estudiantil ha dejado el triste legado de una decena de asesinados. La reaparición de las guarimbas también ha desatado una polémica.

 

Hay dos aspectos muy importantes a señalar sobre la protesta de calle. Primero, la necesidad imperiosa de contar con objetivos claros, definidos y dirigidos políticamente, caso contrario el encapsulamiento de la protesta, su aislamiento respecto a la sociedad, terminaría generando frustración y desmovilización. Es imperativo evitar llegar a eso.

 

He empleado en muchas ocasiones la metáfora del elefante. Solo hay una manera de comerse un paquidermo de dimensiones colosales, y eso es “a pedazos”. Pretender radicalizar la calle exigiendo TODO O NADA, lleva generalmente a nada, es decir al agotamiento de la protesta, a su desvinculación con los problemas reales concretos de la sociedad, a la frustración generalizada, a la desmovilización y a la desesperanza.

 

En segundo lugar, la violencia empleada en las movilizaciones de calle tiende a convertir la protesta en un conjunto de acciones temerarias de grupos vanguardistas que, aparte de incrementar la ocasión para la represión y el miedo vinculado, también dividen, aíslan y frustran al grueso de los sectores democráticos.

 

En conclusión, nos estamos enfrentando a un régimen no democrático, autoritario, que tiene un proyecto totalitario pero que preserva formas institucionales heredadas de la democracia, que deben ser explotadas hasta el final, debiendo combinar distintas tácticas en una estrategia que apunte a la reconstrucción de la democracia, jugando en todos los tableros posibles. Este camino es largo, y nos exige mucho todavía, no perdamos de vista el horizonte al que apuntamos.

 

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