Diálogo y calle: claves convergentes en la lucha por la democracia

Por Ysrrael Camero

@ysrraelcamero

 

 

 

El legado más resaltante del chavismo es la entronización glorificada de la violencia política, correlato de su desprecio más absoluto contra cualquier tipo de negociación, pacto y acuerdo para resolver los conflictos de poder.

 

La posibilidad de un verdadero diálogo político, es decir aquel que derive en cambios en el funcionamiento y correlación del poder, expresa un logro importante de las luchas políticas por la democracia en Venezuela.

 

Para los luchadores por la democracia el diálogo no es una taima ni un tiempo-fuera en el conflicto, sino el resultado de inmensos esfuerzos, en la calle, en las asambleas estudiantiles, en las universidades, en la Asamblea Nacional, en cada uno de los espacios donde los demócratas hemos elevado nuestra voz.

 

No es la negación de la calle, es la apertura de otro tablero que se ha logrado gracias a la presión de los ciudadanos, de los estudiantes, a la movilización, a la protesta social, a la lucha política, a los esfuerzos de los dirigentes de los más diversos niveles, también del ciudadano de a pie, en todo el país.

 

Coexistirá el diálogo y el conflicto, la negociación y la protesta de calle, la conversación y la marcha, la movilización y la agenda consensuada. Solo manteniendo ambos tableros en juego avanzaremos a donde necesitamos llegar, a un cambio político que abra la posibilidad de retornar a la democracia en nuestro país.

 

Violencia política y negación del otro: sembrando vientos

 

La presentación en sociedad del chavismo estuvo caracterizada por el acto de violencia política por antonomasia: el pronunciamiento militar. Los intentos de Golpe de Estado del 4 de febrero y del 27 de noviembre de 1992 son las expresiones del viejo camarada máuser enfrentado contra todo un sistema democrático en crisis, pero existente.

 

El discurso de Hugo Chávez como candidato presidencial en 1998 también estuvo repleto de imágenes violentas, de un discurso agresivo, polarizador, que negaba la legitimidad del otro, y que se enfocaba fundamentalmente contra la cultura del pacto y la negociación que caracterizó a nuestros cuarenta años de democracia, a nuestras cuatro décadas de gobierno civil.

 

Luego de alcanzar el gobierno, y en la construcción de su bloque de poder para implantar una hegemonía, el chavismo hizo de la violencia política una seña identitaria. Desde el 2 de febrero de 1999 el “proceso revolucionario” ha hecho uso recurrente de diversos mecanismos de violencia política en su ímpetu por destruir cualquier posibilidad de negociaciones, pactos y acuerdos, es decir, eliminando la posibilidad de reconocer la legitimidad de cualquier alteridad, política, social, cultural.

 

Violentar las reglas, ensalzar un proyecto constitucional hegemónico para después mancillarlo en continuas violaciones, son prácticas que han dejado tras de sí un legado de desinstitucionalización, una destrucción de las redes, prácticas y rituales que permiten la existencia de una coexistencia social pacífica.

 

Esto ha alterado los patrones de la cultura política venezolana. Hemos de reconocer que la desconfianza frente a los acuerdos políticos es de larga data, y el discurso antipolítico generalizado desde los años ochenta del siglo pasado está repleto de esta actitud de “sospecha” frente a cualquier diálogo político, el asco contra cualquier negociación de poder.

 

Pero así como la presencia creciente del autoritarismo chavista ha provocado una expansión de la mentalidad autoritaria, la dinámica polarizadora, de desprecio del contrario, de incapacidad para reconocer la legitimidad del otro, ensalzada como práctica permanente del chavismo, ha dejado un escenario sociopolítico reactivo a la negociación de poder.

 

Las luchas por el diálogo

 

Evidentemente, y demás está decirlo, no vivimos en democracia. Venezuela está tomada por un régimen autoritario. El autoritarismo implantado en Venezuela tiene características especiales, que permiten la existencia de sombras institucionales que han sobrevivido de la democracia. El proyecto se dirige a la implantación de un modelo autoritario, pero las resistencias de la sociedad han impedido que éste se implante por completo.

 

La sociedad democrática venezolana ha resistido heroicamente. Porque, aunque el sistema, el régimen y el gobierno son fundamentalmente autoritarios, en el seno de la sociedad se está dando una lucha entre dos culturas políticas.

 

Por un lado tenemos a la antigua cultura despótica, de raíces monárquicas absolutistas, que ha pasado por expresiones caudillistas y militaristas, la de los cuarteles, la de las órdenes castrenses, la que ensalza la obediencia, la sumisión y la represión, la que niega al otro cualquier legitimidad.

 

Frente a ella tenemos la cultura democrática, moderna y modernizadora, de raíces republicanas, que se caracteriza tanto por el ejercicio de la soberanía popular, como por prácticas de limitación de poder y de construcción deliberante de acuerdos y consensos: una cultura de diálogo, de negociaciones, de construcción de acuerdos.

 

El diálogo en cuestión

 

La demonización del diálogo obedece a varios factores. El proyecto político impulsado por el Estado desde hace quince años hizo del Pacto de Puntofijo el objetivo de sus odios. El chavismo siempre ha demonizado la política de construir consensos con los otros como una traición, y a aquel que se le ocurra pactar es automáticamente despreciado y excluido.

 

Se revisamos la dinámica interna del chavismo desde 1998 observamos claramente como ha venido purgándose de dialógicos, de moderados, de deliberantes, hasta ser incapaz de tender puentes con la mitad del país. El desprecio por el diálogo, como historia y como política, ha llevado a episodios recurrentes de burla, al manejar los llamados a “diálogo” como un teatro de guiñol repetido. “Diálogo sin negociación”, “diálogo sin cesión”, “diálogo sin pacto”, son distintas formas de negar las características de un verdadero diálogo político, que implica poner los problemas del poder sobre la mesa. La intolerancia, la negación del diálogo y la violencia política son elementos consustanciales del chavismo.

 

La oposición, siempre diversa, plantea una historia distinta. La cultura política en la que prosperaron los partidos democráticos venezolanos en los 40 años de gobierno civil, es la del acuerdo y la negociación, siendo el Pacto de Puntofijo el momento fundacional del sistema democrático. Todo lo que odia el chavismo está presente allí.

 

La construcción de la Coordinadora Democrática en su momento, la delicada pero fuerte filigrana de la Mesa de Unidad Democrática en la actualidad, han sido posibles gracias a la existencia de una cultura previa de diálogo político, a la práctica recurrente de los acuerdos, de los rituales de las negociaciones políticas, tan comunes entre 1958 y 1998.

 

Hay además una natural desconfianza en la base de la oposición frente a la posibilidad de diálogo alcanzada con este gobierno autoritario. Pero las condiciones son hoy distintas a las de hace un mes. Gracias a las inmensas e intensas luchas que se han presentado en las calles de Venezuela la opinión pública mundial ha visto las violaciones a los Derechos Humanos de las fuerzas gubernamentales, y la mayoría de los venezolanos reconoce hoy el carácter no democrático del régimen.

 

Este cambio en las condiciones nos permite sentarnos con el régimen autoritario para obligarlo a hacer lo que no quiere hacer, ceder, cambiar la correlación y el funcionamiento de las estructuras de poder para revertir la implantación del modelo autoritario y empobrecedor.

 

Diálogo político con respaldo de calle: una misma lucha

 

Hay que avanzar por el camino del diálogo con la misma firmeza y claridad con que hemos salido a protestar, y hay que hacerlo sin dejar de estar alertas, siendo los principales vigilantes del cumplimiento de los acuerdos. Porque será la calle la principal fuerza de presión para que el diálogo político sea efectivo. La protesta en calle, las manifestaciones, la ciudadanía movilizada seguirá activa acompañando y respaldando el proceso de negociación, para que los cambios de poder se ejecuten. No es el diálogo la negación de la protesta de calle, sino su acompañante para que las exigencias se conviertan en cambio efectivo.

 

Dar una oportunidad al diálogo es brindar una esperanza a toda nuestra historia democrática previa. No es lavar la cara del gobierno autoritario, sino que constituye una nueva ocasión para desnudar los abusos de poder que lo caracterizan, y para presentar ante el mundo una vía pacífica para resolver el grave conflicto político que vivimos en Venezuela.

 

Es ocasión para plantear en un espacio común las agendas para la paz, para la democracia y para el progreso socioeconómico que faltan en Venezuela, y que el gobierno se ha encargado de destruir.

 

Que no desaproveche el gobierno la ocasión para enmendar el rumbo y retomar la senda de la Constitución que ha violentado. Si el gobierno se burla nuevamente de las exigencias de cambio de la sociedad, encontrará respuesta contundente en la calle, en la protesta social y política. En ocasiones como ésta, el poder, o se cede o se pierde, y los ciudadanos en la calle, junto con sus dirigentes democráticos, se lo demostrarán al régimen en caso de que insista en convertir esta oportunidad en una nueva burla. ¡No se equivoquen!

 

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