El eco del fantasma de Paredes

Por Jimeno Hernández

@jjmhd

 

 

 

En 1869, en un territorio arrasado por una Guerra Federal y cuya población observa la preñez de una de las más largas dictaduras de su vida republicana, nace un varón en la ciudad de Valencia. Sus padres lo bautizan con el nombre Antonio Paredes y este se convertirá en uno de los personajes más polémicos de la historia política de Venezuela.

 

Los tesoros que ha encontrado en el desván de su hogar sirven como primeros juguetes durante sus años de infancia. Estos son las espadas, armas de fuego y condecoraciones del abuelo que jamás tuvo la oportunidad de conocer, José de la Cruz Paredes, un legendario General del Ejército Patriota que luchó bajo las órdenes del Libertador, le fue fiel hasta el final y uno los pocos que lo acompañó hasta que expiró su último aliento en una cama de la quinta San Pedro Alejandrino en Santa Marta.

 

Antoñito frunce el ceño cada vez que empuña las armas y se guinda las medallas en la zamarra de General que le queda grande. Día tras día, repite este sacro ritual y, de manera solemne, revive lo último que vio hacer a su padre, momentos antes que este ensillara su corcel y cabalgase a morir en batalla como un verdadero espartano.

 

Este épico linaje, una extraña afición por los libros y su fascinación por los artefactos de aquel altarcito, fungirán de estilo, martillo y cincel para esculpir un alma aventurera cuyas crónicas no deben ser olvidadas pues, el General Antonio Paredes, es todo un quijote criollo.  

 

El joven se educa en la prestigiosa academia francesa de Saint-Cyr, institución militar cuyo lema, “Se instruyen para vencer”, todavía puede leerse al tope de sus puertas. De este prestigioso recinto egresará un hombre robusto, instruido en las artes de guerra, dueño de una pluma incisiva y que maneja los idiomas. Ahora Antonio Paredes es todo un mocito peligroso.

 

Aspira defender los ideales republicanos y solamente sabe hacerlo de una forma, esta es velar por el respeto a la Constitución, blandir los hierros en su defensa y, si es necesario, dejar la vida en el intento. Es durante el año 1892 que siente el llamado del deber y se une a las filas de la “Revolución Legalista”, un alzamiento militar encabezado por el General Joaquín Crespo que pone fin a las pretensiones continuistas de Raimundo Andueza Palacio.

 

El destino prueba ser cosa cruel para el joven General Paredes pues, al poco tiempo del triunfo de la revolución, se distancia del “Tigre de Santa Inés”. Nota una chispa extraña en sus ojos, es el destello de locura que brilla en las pupilas de aquellos que se enamoran del poder. La conciencia del carabobeño le aconseja no convertirse en protagonista en las tramas pasionales de un amor ajeno, entonces decide embarcarse al exilio.

 

A Crespo se lo lleva la bala de un francotirador en el sitio de la “Mata Carmelera” en Cojedes cuando intenta sofocar la rebelión de José Manuel “El Mocho” Hernandez. Los enemigos del caudillo se alborotan inmediatamente y lo primero que hace Paredes es ponerse a las órdenes del Presidente Ignacio Andrade, este lo designa jefe del castillo San Felipe en Puerto Cabello.

 

Son estos tiempos de la invasión Castrista. Nos asedian los andinos y, por donde estos pasan, se van rindiendo los generales del Gobierno. Andrade no titubea en abandonar el país al enterarse que Manuel Antonio Matos viaja a Valencia para negociar términos con el usurpador. Antonio Paredes defiende la plaza del gobierno hasta que recibe una carta oficial. En esta se le notifica que hay un nuevo Presidente de la Republica y debe expatriarse o sufrir las consecuencias. Valientemente se entrega alegando que cumplía su deber como defensor de la constitución y no tiene de que arrepentirse, pero es detenido y trasladado a un calabozo del castillo de San Carlos. Allá permanecerá encerrado unos años.

 

Al recobrar su libertad se marcha de Venezuela y regresará en el año 1907 al mando de una tropa que aspira derrocar al andino. Será arrestado, fusilado y, su cadáver, lanzado a las aguas del rio Orinoco.

 

Sus últimas palabras aun retumban en estas tierras:

 

-¡Maldito seas Castro! ¡Viva Venezuela!-

 

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