Locuras de juventú

Por John Manuel Silva

@johnmanuelsilva

 

 

 

He leído varios artículos recientes, escritos por quienes fueran militantes de la izquierda en los años de democracia. Se trata de escritos, algunos muy buenos, otros, insoportablemente cursis, que reconocen que en la mal llamada “cuarta república” (algún día, por cierto, tendremos que salir de esa ridiculez historicista surgida del capricho de Hugo Chávez) existía un sentido de la convivencia y el respeto por y para con los adversarios políticos, incluso para con aquellos cuyo proyecto político siempre fue destruir la democracia.

 

En el caso de la pieza escrita por el chef Sumito Estévez, no solo se reconoce que existía pluralidad y respeto, sino que también se habla de un país donde una familia modesta podía progresar en base al trabajo y al ahorro.

 

Confieso que leer esos artículos me produce una inmensa arrechera. Es como leer una confesión cínica de quien a sabiendas de que vivía en un sistema democrático que le ofrecía convivencia, respeto y posibilidades de progreso, se dedicó a subvertir ese sistema, promoviendo el horror comunista, al cual admiraban de lejos porque sabían de sus grotescas condiciones de vida.

 

La juventud como excusa

Así como dijo muchas frases ingeniosas y brillantes, creo que Churchill se equivocó cuando dijo aquello de «Quien a los 20 años no es comunista, no tiene corazón; quien a los 40 años sigue siendo comunista, no tiene cerebro».

Apreciando la ironía del inmortal primer ministro inglés, no deja de ser un poco inquietante esa visión, ese mito según el cual los jóvenes son una manada de imbéciles que no se dan cuenta de la realidad que los rodea. Algo reforzado por cuanto ensayo, libro o artículo es escrito por un viejo militante comunista que hoy milita en la oposición. Casi siempre, cursis elegías sobre lo muy románticos que fueron los años sesenta y setenta, lo bonito que era pasar las tardes escuchando a Silvio, Milanés o cualquier otro de esos infumables cantautores cuyas tonadas pangolas calentaban sus oídos mientras fumaban un porro, participaban de concentraciones a favor de la revolución latinoamericana y en contra del imperialismo yanqui; mientras al mismo tiempo vivían una vida burguesa en el contexto de una democracia muy corrupta, muy incompetente y muy fallida en tantos aspectos, pero finalmente real y que dejó entre nosotros cierto sentido de la convivencia y el respeto por el adversario.

 

Hay algo de cinismo venenoso en esa visión, algo que me repugna, en especial cuando se escribe sobre esos tiempos con una nostalgia similar con la que recordamos aquella vez en que nos robamos el carro de nuestro papá o cuando nos escapamos a la playa aún estando castigados. Así, pues, el comunismo ocupa un espacio en el imaginario colectivo, que lo acerca a más a una locura juvenil, a una travesura de adolescente que a la desgracia para la humanidad que siempre ha sido.

 

El comunismo, claro está, no era solo el sueño de unos jovencitos simpáticos y fumadores de monte. Era un sistema horrible, que sometía al oprobio a millones de seres humanos, mientras una cohorte de intelectualoides irresponsables e insensibles ante el dolor ajeno lo defendían, le dedicaban documentales, lo aplaudían de lejitos, le lavaban la cara con una imagen culturosa y dizque humanista y promovían sus ideas en las democracias que no habían sido destruidas por su presencia.

 

¿Quienes hicieron eso eran, como pensaba el gran Churchill, jóvenes de gran corazón? Pienso que no, pienso que sabían el horror que apoyaban, que estaban conscientes de lo que sufrían sus colegas artistas en esos regímenes, donde fusilaron a tantos escritores y músicos por sus posiciones disidentes.

 

No quiero, claro, decir que un ser humano no puede cambiar de opinión. Con eso descalificaría a gran parte de los liberales, muchos de quienes en principio simpatizaron con las ideas socialistas, como es el caso de Mario Vargas Llosa, que hasta le dedicó premios al tirano de Cuba, Fidel Castro. No es mi intención apostar por una especie de pureza ideológica, ni mucho menos.

 

Pero sí quiero decir que no soporto toda esa cursilería nostálgica que se parece tanto a la irresponsabilidad. Quien en el pasado apoyó al comunismo, no lo hizo porque no se daba cuenta del horror, sino porque lo justificaba y racionalizaba.

 

En el futuro, que no venga ningún pseudo-intelectual a escribir cursilerías sobre lo romántico y cuchi que era ser chavista. Por favor, no. 

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