Niños buenos

Por Alfredo Yánez Mondragón

@incisos

 

 

 

Ocurrió de nuevo. Los niños buenos salieron al recreo, a drenar sus temores y presiones. Salieron -eso sí- en pleno ejercicio de la normativa. Nada de correr, nada de brincar. Cero gritos. Las risas, limitadas a grupos de dos, para no perturbar al director inquieto, por la supervisión anunciada.

 

Los niños buenos, en apego a la directriz tácita de que hay que portarse bien para no despertar la ira del represor, volvieron a casa con la satisfacción de la tranquilidad; aunque por dentro sintieran que esa tranquilidad no era tal; que lo vivido solo fue una fantasía inmersa en el cuento de una normalidad que inquieta, que se extiende entre la angustia y la esperanza fuera de contexto.

 

En algún punto se pierde el objetivo. Las líneas están perfectamente trazadas en cuanto a la necesidad de conquistar el objetivo común de aprender, de desechar lo malo, de consolidar la fortaleza del trabajo en equipo, que permita avanzar en todos los frentes hacia el conocimiento, en una escuela más justa, en la que los que más se esfuercen mayores calificaciones obtengan, pero sin demeritar el trabajo de otros.

 

Nadie, en su sano juicio, quiere que los niños se porten mal. Nadie advierte una escuela de desorden e indisciplina. Nadie aspira a la anarquía. Lo que se desea, lo que se anhela, es una escuela en la que se puede ejercer la libertad. En la que portarse bien sea una decisión propia, por convicción, y no por represión, y no como argucia para matizar los abusos, que aunque “matizados” siempre se cometen.

 

Portarse bien no consiste en dejar de correr y dejar de gritar al viento los sentimientos que se tienen. Portarse bien es hacer lo que corresponde, independientemente de los conceptos reconducidos que convierten en efeméride festiva, lo más atroz de nuestra historia contemporánea.

 

San Agustín decía, que la verdadera libertad no consiste en hacer lo que nos da la gana; sin en hacer lo que tenemos que hacer porque nos da la gana.

 

Siempre antiguo y siempre nuevo, el santo de Hipona reclama en su pensamiento esa libertad escondida -por tanto no libre- que no deja a los niños buenos hacer lo que se tiene que hacer.

 

De tanto soportar abusos, de tanto permitir represión, de tanto “esperar en la bajadita” de la calle 6D, las esperanzas se reconducen, los objetivos se diluyen y al final, todo se resuelve en un reencuentro colegial, en el que hay abrazos y promesas de recomenzar relaciones; que solo duran hasta esa noche, en la que la verdad del día a día nos vuelve a confrontar.

 

Como niños buenos. ¡Qué bueno! Así vamos, felices por la tregua recibida; amparados en nuestro propio autoconvencimiento de que somos buenos, generosos, esperanzados, dados a la práctica consciente de la vida.

 

Así quedamos, envueltos en una capa de celofán onanista; que deja fuera la verdad de los niños que no son buenos; que no “juegan carritos” y que tienen todo perfectamente calculado.

 

Expertos en fabricar potes de humo, peines y trapos rojos; los niños buenos hemos sido incapaces de advertir que estas banderas blancas de supuesta paz; nada tienen que ver con la realidad. Que se trata de un repliegue táctico para dejar en el ambiente ese sabor a normalidad; tan necesario; cuando la supervisión se acerca.

 

Veremos qué ocurre; porque los niños buenos siempre han existido. El asunto está en que afianzan su bondad, justo cuando asumen dónde están; y cómo sobrevivir en un territorio hostil.

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