Ser trans: Mi cuerpo equivocado

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Alexander es el nombre que me gusta, el que me identifica; sin embargo, ese no es mi nombre legal. Mis padres me bautizaron como Alexandra, desde ese momento todo era equivoco en mí, menos mi identidad de género.

Crecí en una familia arraigadamente católica, todos los domingos debía usar ese humillante vestido blanco para acudir a la liturgia. Ese era el peor día de la semana, no me podía subir a un árbol, ni jugar con los niños en la tierra porque el asqueroso vestido se dañaba. Era el día más injusto, en el que la disforia carcomía mi ser.

Los niños me decían “la machito”, era muy pequeño y aun no comprendía muchas cosas. Me parecía un absurdo el hecho de tener que jugar con muñecas y bebés de plástico; lo mío eran las metras, los carritos de metal, el trompo y los papagayos. Sin embargo, esto parecía un placer culposo, o al menos así me lo hacían sentir mis padres. El “tú eres niña y debes comportarte como tal” era la frase predilecta de mi mamá cada vez que me veía jugar “Lo que no debía”.

Pasaron algunos años y empecé a conocer a un señor llamado psicólogo, decían que el enmendaría “la falla” que se había generado en mí. Él decía que con un poco de autoestima, resignación y muchas consultas con él y otros especialistas la disforia  se curaría. Por dentro yo sabía que los únicos errados, los únicos que estaban mal eran ellos.

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La falta de comprensión de mis padres aumentaba tanto como se reafirmaba mi identidad de género, los intentos de insertarme en un colegio de monjas fueron incontables, no me resignaría a usar falda y mucho menos volver a llevar vestido a la iglesia. Ese fue el motivo por el que nunca hice la primera comunión.

La etapa del liceo fue la peor de todas, los improperios, calificativos y el acoso eran parte de mi rutina diaria. Por otra parte, como si no fuese suficiente, mi cuerpo se empezaba a desarrollar de una manera contraria a la que yo deseaba. La pubertad fue nefasta para mí, el momento que marcó mi vida fue el día de mi primera menstruación. Es como si se hubiese abierto un grifo dentro de mí que emanaba un líquido espeso  y caliente, el dolor era brutal y la sensación de desconcierto mucho peor.

Esos primeros meses fueron muy difíciles, por un momento pensé que podía funcionar lo que el psicólogo  me decía de pequeño. Quizás si me resignaba todo podía cambiar para mejor. Traté de vestirme un poco femenino, empecé a complacer a mi familia pero por dentro sentía que moría. Entendí que no podía vivir así y que mi felicidad era primero, este oscuro episodio de mi vida solo duro un poco más de 5 meses.

Poco a poco aprendí a soportar las ofensas que recibía por parte de una sociedad intolerante y poco avanzada, pocos asimilaban mi cabello corto, mi ropa masculina, mi actitud y mi voz elongada. Ni siquiera mi familia aceptaba los cambios que desarrollaba al pasar del tiempo. Ya siento cierta costumbre cada vez que voy a pagar en cualquier establecimiento y ocurre algún altercado al pedirme la cédula de identidad, en ocasiones me prohíben la compra o me dicen que la de la foto no soy yo.

Además de los rechazos hay otras cosas con las que debo lidiar. Las vendas que utilizo para aplanar mis senos ejercen una presión constante, evito usar el Metro o lugares muy cerrados para  no quedarme sin aire debido a lo apretado que suele quedar el vendaje.

Actualmente mi día a día es completamente diferente al de muchas otras personas. Me levanto más temprano de lo común para que mi familia no percate cuando me coloco las vendas y la ropa masculina, preparo mi desayuno y salgo de la casa antes de que todos se despierten. Suelo estar solo la mayor parte del día, en casi todos los lugares me siento incomodo, excepto en la universidad y en el trabajo. Al llegar a la casa trato de no integrarme a las costumbres habituales de mi familia, esa que no me comprende. Prefiero irme al cuarto a esperar que llegue el día siguiente.

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