JUSTICIA DIVINA

Por Andrés F. Guevara B.

@AndresFGuevaraB

 

 

 

Cuando fallece una figura polémica es común escuchar la expresión «justicia divina», como si la muerte fuese una especie de castigo de Dios y no una consecuencia inevitable de la vida. Ejemplos recientes de «justicia divina», al menos para la oposición, serían los decesos de Hugo Chávez y el psiquiatra Edmundo Chirinos.

 

No compartimos el significado de la expresión «justicia divina». Por el contrario, nos parece patética y fiel reflejo de la podredumbre en la que se encuentran las instituciones venezolanas. Más preocupante aún: evidencia una descomposición en la mentalidad del venezolano, porque quien se regocija en una pretendida justicia trascendente evidentemente no cree ni espera la justicia terrenal.

 

A primera vista, algunos pensarán que la expresión «justicia divina» no tiene mayor importancia. Tal vez obedezca a los influjos de la tradición teológica cristiana, al último grito de la nueva era o la visión profética de un piache digital. Nada más.

 

Pensamos, por el contrario, que detrás de esta expresión se evidencia una de las tragedias más dolorosas de nuestra historia: la ausencia de Estado de Derecho y con ello, la incapacidad por parte de las autoridades para administrar justicia.

 

Ante la evidencia palpable de que el poder judicial no cumple con su trabajo y que además esta situación difícilmente cambiará durante nuestra permanencia en la Tierra, los venezolanos adoptamos como consuelo el fin de la existencia de aquellas personas que, en nuestro criterio, obraron contra lo que consideramos la idea del bien.

 

De esta manera, la justicia no queda ya en manos de los hombres sino de algo místico e inexplicable. Y puesto que los tiempos y modos de obrar de Dios son inteligibles para los simples mortales, queda uno a la espera de los designios supremos que, fatalmente, algún día ocurrirán.

 

Semejante proceder no difiere mucho de los pueblos primitivos que adoraban a la luna en espera de la lluvia. Refleja, sin más, el comportamiento de una sociedad premoderna incapaz de garantizar el funcionamiento de las instituciones sobre las cuales se constituye un Estado fundamentado en los pilares de la civilización occidental.

 

Esperar por la «justicia divina» refleja a su vez un estado de pasividad y entrega, porque es un tercero el que toma cartas en la ejecución de la condena ante el mal, mientras la ciudadanía permanece inerte intentando subsistir en medio de los obstáculos socialistas. ¿Acaso no ha sido esa misma pasividad ciudadana la que ha conducido a la destrucción de Venezuela? ¿No ha sido la indiferencia la partera de gran parte de nuestras desgracias?

 

Tal vez en nuestro subconsciente yace la idea de que la «justicia divina» no solo se encargará de ajusticiar a los malvados sino que también eliminará en un santiamén todos los males que padece el país. Prendamos un velón, coloquemos una estampita. Del resto se encargarán los espíritus.

 

Es imperativo que el venezolano se desprenda de esta conducta evasiva de su realidad. El rescate de las instituciones del país pasa necesariamente por la recuperación de la responsabilidad que cada ciudadano tiene frente a la acción política. ¿No habremos sido cómplices silentes de la ausencia de justicia? ¿Hasta qué punto la sociedad ha presionado para que, efectivamente, impere el Estado de Derecho en Venezuela? ¿No se habrá limitado la lucha a simples proezas electorales en detrimento de principios esenciales?

 

Más allá del significado de la muerte desde el punto de vista místico, quienes creemos en la existencia de un Estado moderno consideramos que la consecución de la justicia por instituciones humanas y terrenales es un objetivo ineludible, porque tal vez sea allí, en la contraloría y juzgamiento de los ciudadanos por los ciudadanos, donde se construyan los cimientos de la responsabilidad que tanta falta le hacen a Venezuela.

 

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