El árbol que llovía alacranes

Por Jorge Olavarría H.

@voxclama

 

 

 

Hasta la más sublimes creaciones de la sociedad cargan dentro de sí mismas el elemento de su propia destrucción.”—Clausewitz.

 

Se les advirtió. Pero los paradigmas institucionales fueron invertidos y los militares se metieron en la política como un enjambre de abejas. La lista es interminable; ministros, embajadores, generales alcaldes, gobernadores, un capitán golpistas a la cabeza del parlamento, militares directores de todo tipo de entidades gubernamentales ajenas a sus vocaciones. Un concepto equivocado que nunca podía concluir con un gobierno estable, representativo, responsable, muchos menos protagónico. Ni siquiera de igualdad en los hechos aunque sobradamente en el verbo y el aparato publicitario. 

 

Y hoy vemos que hubiese sido mejor mantenerse “institucionales” al servicio de la defensa de la patria, al margen de la política. Pero históricamente, nunca ha sido fácil mantener a los militares al margen de la política. Es un defecto que tenemos en la genética republicana. Luego de la guerra de independencia debutamos con una República en la que los guerreros victoriosos no solo pedían su parte del despojo sino que reclamaban tener la potestad –aunque no la capacidad— para gobernar y ser obedecidos por tener las tropas armadas con las cuales imponerse. Este fenómeno no es solo nuestro,  se centuplicó en toda Hispanoamérica. Los guerreros que lograron la independencia no estaban dispuestos a entender que el poder político no es el poder militar y que un Estado necesita instituciones autónomas que ejerzan controles y balances que les eviten a sus pueblos nuevas tiranías. 

 

Pero ante la amenaza de la anarquía, se hace deseable una tiranía casera aunque aplaste la libertad. Y así conceptos como la institucionalidad y la democracia solo han evolucionado bajo el tutelaje militar. Por más de doscientos años de vida republicana, hemos tenido las dosis de libertad y progreso que los hombres armados nos han permitido tener. Muchos militares han conocido el poder extremo, algunos han sido progresistas y muchos han ejercido un mando caprichoso y arbitrario, aún así nada, ningún jefe supremo, ha sido tan contraproducente para el país y la sociedad como el período vivido durante la presidencia vitalicia del Comandante Hugo Chávez F. 

 

Se esperaba que ya nos hubiésemos librado de estos atavismos, de barbaries con la que lamentablemente iniciamos un nuevo siglo, un nuevo milenio. A partir de 1999, mientras la razón de ser de los militares y las bases de su institución comenzaba a ser socavadas por la incursión, casi forzada, en la política. Ni siquiera el antiquísimo canje de parcelas de libertad a cambio de seguridad tuvo sentido con este bache desnaturalizado.

 

Luego de acomodar al Estado y sus instituciones a su servicio, pasó casi 14 años en una especie de saqueo sistemático e indetenible. Y nadie niega lo difícil que es ser un oficial, hombre moral en tiempo en los que la inmoralidad ha producido tantos beneficios visibles y obscenos a tantos oficiales bien colocados. El militar en esta disyuntiva (hasta existencial) fue invitado, forzado a volverse un agente político-partidista, o administrador-productor-distribuidor y hoy se le exige ser el único—muro protector de las camarillas en el poder, privilegiadas y corruptas.

 

Hace rato un uniformado, un Oficial Venezolano dejó de ser lo que su vocación indica. 

 

La interpretación tradicional y simplista de los nacionalsocialistas sostiene que fue la desintegración de un sistema democrático y civilista, partidista y decadente lo que trajo, llamó a los militares de regreso al poder. Con ese enfoque justificaron ayer los golpes militares fallidos o pospuestos y, acto seguido, todas las maniobras por deshacerse de la institucionalidad asociada con la democracia representativa, y hoy—justifican el estado de terror policial en el que vivimos, de país bajo ocupación extranjera, con presos políticos, muchachos torturados y civiles asesinados. 

 

Desde la perspectiva democrática, lo que se inició con una vorágine nacionalista por parte de los militares y socialistas en retórica, que aunque tuvo los días contados desde su natalidad, se mantuvo con vida por una bonanza petrolera sin parangón.

 

Los militares provienen de la entidad cuya naturaleza es apolítica por razones tan sensatas como sencillas. La política, hemos visto, anula la perspectiva, destruye el balance necesario a  los guardianes de la República. Día a día se desnaturalizó al oficial y al soldado para que un puñado de jerarcas arribistas tuviera un protagonismo tan acentuado y llegaran tan lejos en la política, o las finanzas y el capitalismo de Estado.  El precio a pagar por la familia militar ha sido demasiado alto. Sin quererlo, todo el estamento militar hoy es visto como cómplice de este anormal estado. Mientras los jerarcas se atrincheran en el poder, el soldado, la tropa es utilizada para cometer los peores atropellos conocidos en la historia republicana. Mientras los jerarcas militares se escudan de sus actos inmorales y sus asociaciones delincuenciales, todos los militares son colocados en las páginas más maculadas de nuestra historia y esta vez no para atacar en nombre de una causa o defender a una ideología sino para escudar a una camarilla de desalmados en el poder, y en el poder gracias a este escudo de complicidad absurda. 

 

Hemos sido testigos presenciales de este acelerado desbarajuste y alucinante proceso de descomposición. Sus actores— militares vueltos políticos y políticos militarizados, no podían tener la perspectiva necesaria para ver con claridad el panorama; ni la serenidad de juicio para recapacitar acerca de las causas del súbito, simultáneo y doloroso parto de un estado reconstruido a la imagen y semejanza de un déspota, con sus instituciones depuradas y arrodilladas. Pero ya hoy sabemos que de seguir en este laberinto, solo sacaremos más descredito, muerte y despotismo.

 

Vergüenza a los políticos e intelectuales que por ambición o codicia se han subyugado o puesto al servicio de este manojo de ambiciosos y desubicados, proporcionándoles argumentos para sus arbitrariedades. 

 

Venezuela ha sido engañada, víctima de una racionalidad que hace imposible producir mejores conceptos o instituciones y, al contrario, produce falacias, reveses y corruptelas. De la búsqueda de una civilidad real, producto de un gobierno responsable, pasamos a la administración coercitiva capaz de someter a todo el pueblo a seguir tolerando una ideología hipócrita, destructiva y corruptora –ya probada y vencida en mundo entero.

 

Es hora de que los militares vuelvan a ser militares. Que recuerden. El prestigio que han perdido solo puede recuperarse con acciones morales y no por conveniencias políticas o personales. Si por razones de ética institucional no pueden aferrarse a la verdad y testimoniar en contra de sus hermanos de armas, entonces que se queden callados si así lo estiman, pero lo que no pueden hacer, o seguir haciendo, es negándonos el acceso y el derecho de levantar la voz y decir lo que hay que decir y hacer lo que hay que hacer.  

 

Hacer lo que sea necesario para salvar al país, aunque tengamos que hacerlo en su vez.

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