Cuando se enferma un dictador

Por Jimeno Hernández 

@jjmhd

 

 

 

Después del episodio histórico conocido como “La Aclamación”, organizado con la finalidad que el General Cipriano Castro se encargara del poder, el cual reposaba provisionalmente sobre el General Juan Vicente Gómez, el caudillo restaurador se sumerge en una vida de locura.

 

Las páginas de los periódicos se llenan de elogios llamándolo el “Siempre vencedor jamás vencido”, lo comparan con el Libertador y lo ponen por encima de este. La gente le regala aplausos, se cala sus monótonos y fastidiosos discursos con una sonrisa dibujada en el rostro. Todas estas cosas le dan carta blanca a la enajenación y el desenfreno del tachirense.

 

Todos quieren un favor de él y se lo pagan con lo que más le gusta, el brandy, la música y las mujeres. Así comienza la guachafita al son de cuatro, arpa y maraca, las ferias de toros coleados, los bochinches con meretrices, las borracheras y los bailes hasta el amanecer. Cipriano Castro disfruta de una Venezuela en la que los hombres le abren los brazos y las mujeres le abren las piernas.

 

Semejante ritmo de vida no tarda en pasarle factura. Las juergas organizadas por sus jalabolas minan su cuerpo y espíritu. Cada día que pasa las resacas son peores y se van acentuando sus males hasta que una mañana no puede pararse de la cama. Opta por cita médica y el doctor le dice que se encuentra gravemente enfermo de los riñones. Entonces decide trasladarse a la Quinta “La Guzmania” en Macuto, poblado costeño donde puede respirar el aire puro de la mar y se encuentra bajo el cuidado celoso de sus galenos de confianza.

 

Ninguno de ellos quiere operarlo pues temen que pueda morir en la tabla y, si Castro fallece durante la operación, lo más probable es que no muera solo. Entonces los facultativos le recomiendan reposo absoluto y le comunican que la operación se puede aplazar por unos cuantos meses. Don Cipriano es temperamental, de reacciones bruscas e inesperadas, es por ello que decide escribirle al doctor Revenga y le ordena que prepare la cirugía para el día 9 de Febrero de 1907.

 

Ese día, en horas de la mañana, lo operan. Revenga maneja el bisturí y lo acompañan los doctores Eduardo Celis, Pablo Acosta Ortiz, Adolfo Bueno, David Lobo y Lino Arturo Clemente. La intervención quirúrgica finaliza alrededor del mediodía y Revenga anuncia a quienes se encuentran en el corredor:

-El General tiene pulso normal y no debe interrumpirse su reposo.-

 

Mientras se recupera le llueven cartas y telegramas enviados de todos los rincones del país y el exterior, entre sus líneas se leen felicitaciones por el éxito de la operación. Los servidores del régimen desean poner de manifiesto su alegría y le afirman que su presencia al frente del poder y su vuelta a la política nacional son la mejor garantía de paz y progreso para la patria.

 

El 18 de marzo de ese mismo año se devuelve a Caracas a mandar de nuevo en el Palacio de Miraflores, piensa que el peligro ha pasado. Es en 1908 que el país se le resbala finalmente de las manos pues su condición renal se ha agravado. Enfrentado a la idea de la muerte y la disyuntiva de mantener el poder o la vida, Castro elige la vida y decide abandonar el país para operarse en la famosa clínica del Dr. Israel en la ciudad de Berlín.  

 

El momento de escoger a alguien que le cuide la silla ha llegado. Vislumbra que únicamente cuenta con un amigo fiel, ese que lo acompañó durante el exilio y estuvo a su lado cuando invadió Venezuela desde Colombia por la frontera del Táchira. El que financió aquel grupo de 60 hombres armados que marchó desde Capacho Viejo hasta Caracas y terminó con el gobierno del General Ignacio Andrade, su compadre Juan Vicente Gómez.

 

– Juan Vicente siempre será un segundón, tiene alma y mentalidad de caporal de hacienda. Ya es rico y le gustan más las vacas, los pastos y potreros de ceba que la política. Apenas sabe escribir y jamás lo ha conmovido el fuego de un discurso o una proclama-  piensa Don Cipriano postrado en el lecho.

 

-Además él es de allá como nosotros– le dice Doña Zoila, su frustrada esposa que tiene años observando con horror la conducta de los viciosos cortesanos que adulan a su marido en Caracas y Valencia. Lo que Castro ve como tozudez, ella valora como virtudes del compadre.    

La tarde que le proponen la idea a Gómez en conclave familiar y estrictamente andino, este se niega a aceptar e insiste en la necesidad de trasladar, de cualquier manera posible, al doctor alemán a tierras venezolanas. Logra derramar una lágrima y se excusa.

 

El resto es historia.

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