La muerte de Caín

Por Jorge Olavarría 

@voxclama

 

 

 

“Le meto el dedo a la existencia—no huela a nada. ¿Dónde estoy? ¿Qué es esta cosa llamado mundo? ¿Quién me ha enredado en esta cosa y ahora me deja aquí? ¿Quién soy? ¿Cómo viene yo a parar en el mundo? ¿Por qué nadie me consultó? –Kierkegaard

A la vuelta del nuevo siglo, los venezolanos le entregamos el poder –poder absoluto—a un personaje que no tenía ni la menor idea de cómo resolver nada pero sin embargo estaba absolutamente alineado y era capaz de señalar las frustraciones que sentíamos todos. Con demagógica maestría anunció las desilusiones que producen la iniquidad, el privilegio, el despilfarro, la corrupción y la impunidad. Los cambios necesarios, se nos dijo, serían categóricos, revolucionarios por lo que era necesario tener fe y paciencia. Constituyente. Se le dio en poder absoluto, vitalicio y con la mandarria de la justicia social se demolieron instituciones que habían tardado 200 años en estructurarse y que necesitaban reformas urgentes, no una aplanadora revolucionaria. Al final, se nos dijo, resurgiríamos como nación y como pueblo fortalecidos, más autónomos, felices y prósperos. Y así, nuevamente, le dimos las riendas de la nación a un guerrero—a otra bárbaro uniformado, especialista en el arte de matar y destruir cosas.

 

¿Qué significa este nivel escuálido de existencia al que nos han llevado? El tema revuelve alrededor del individuo como ciudadano consiente y el sentido de indefensión como entidad política y la depresión y ansiedad que prevalece en cada vida atrapado en esta “revolución” socialista. 

 

Ya hartamente demostrado el fracasado experimento socialista del siglo XXI, son rechazados todos los conceptos y valores, especialmente la verdad es detestada por el régimen que, en nombre de la perpetuidad en el poder, y ya no pudiendo chantajear y sobornar, pasa a acusar, encarcelar, vilipendiar, atacar y cuando menos perseguir y amenazar a quienes se atreven a desafiar tanta mentira, entonces, ¿qué podemos hacer? ¿Debemos esperar… seguir sometidos a este despotismo extremo?  ¡NO! Ya no hace falta demostrar nada; ni corruptelas, ni componendas, ni maniobras obscenas, ni ningún abuso ya que todo el asqueroso repertorio que representa el fracaso total de este gobierno está a la vista, en la vida diaria. Quien no quiera comprender esto se hace cómplice de la mentira y niega la verdad de su propia existencia. Vergüenza a quienes se siguen haciendo cómplices de este horror igual que a quienes no ven la necesidad de actuar diciendo que todo está hecho y dicho y que teniendo una nueva oportunidad para resistir esta hecatombe prefieran lamentarse en sus jaulas cobardes y no salir a votar, a protestar y a demandar que de inmediato cese este régimen de reprimir, asesinar, destruir, hipotecar al país, acusar a otros por sus errores y pecados; todo para perpetuarse amurallados en el poder. 

 

Dicho esto, admito que el sentido de insignificancia nos llena de ansiedad y de desespero, un sentido de capitulación y una profunda depresión.  La vida del venezolano moderno es vivida en desespero y no hay quien no sufra de ansiedad. En el tiempo dado a cada uno de nosotros en esta tierra, cada quien busca su escape, su propia “felicidad” para tratar de no sucumbir a la ansiedad y la profunda depresión que es la desesperanza. Pero no hay escape, sin importar cuán agradable y cómoda hagamos o podamos hacer nuestras vidas para tratar de huirle a la verdad.  Porque la verdad es que todos vivimos en ansiedad y desespero.  Esta es la condición universal de todos los países secuestrados por el socialismo y aunque no estemos enterados o no queramos verlo—y hasta cuando no ha nada que temer, nada porque sentir ansiedad, en el fondo, no es objetiva del todo es subjetivo el terror universal el terror de la insignificancia. Toda sociedad socialista está dividida en castas en las que están los jerarcas y las masas.

 

La mayoría de los hombres viven sus vidas en quieta desesperanza, dice Throudeau y en efecto, intentar sobrellevar el desespero deshumaniza o produce hedonistas, necios y cínicos atroces. Se renuncia en alguna medida el cometido a la vida privada, a la familia, amistades, comunidad, y se cancela el raciocinio y toda fe a toda creencia en la ciencia, la filosofía y valores o los principios morales. Cuando todo esto se ha disipado y no queda alma, se llega a una crisis personal absoluta. Solo cuando se escoge huir o luchar se da un salto de gracia, que es la única manera de sobrellevar la insignificancia de la existencia. Solo con el regreso a algún sentido de propósito, de autoestima se puede sobrellevar este estado de ansiedad y desespero para el individuo solitario y despreciado del mundo socialista.

 

Ahora bien, todo sistema político se merece ser puesto a prueba, si así lo dictamina la voluntad de la mayoría. Ese no es solo el precio de la “democracia” sino la manera de depurar, ergo, desechar lo que no funciona y atesorar o mejorar lo que parece funcionar. La única dictadura a la que el hombre debe someterse voluntariamente, es la dictadura de las leyes de la naturaleza.

 

Chávez y su hijo, la perversa revolución del siglo XXI, están muertos. Lo que queda es el descuartizamiento de su hegemonía, de la supremacía de una voluntad férrea. Ha muerto toda creencia en todos los conceptos altisonantes que utilizó y con los que el socialismo cautivó y esclavizó a media humanidad, por más de medio siglo. Pero perder nuestras expectativas nos coloca en un estado de gracia en la que, como pueblo, ya no somos tan fácilmente manipulables por el verbo demagógico, divisionista, revanchista y engañado.  Vemos que el Estado es otra cosa, debe ser otra cosa. Que el Gobierno no es un dios ante el cual uno se arrodilla sumiso y expectante, al que se le debe alagar y servir sino, al contrario, debe estar al servicio de la sociedad. Y la sociedad no es otra cosa que gente y cosas. (que no se nos olvide esta sobre simplificación sobre todo para que no repitamos el error de darle las riendas de la nación a un especialista en la muerte y la destrucción—que es lo que aprenden los militares.)    

 

Al perder a este Comandante supremo, hemos perdido la base de la verdad y los valores que impuso. Sus verdades. Sus valores. Pero si a un altísimo precio, en realidad perdimos la fe en sus designios y en su voluntad, hemos logrado mucho. También con ella perdemos la dependencia infantil. Ahora los ciudadanos, el pueblo, tú y yo, debemos conseguir solos el valor para guiarnos en un mundo sin líder supremo. La mayor necesidad de la sociedad es ahora conseguir la voluntad en un mundo sin liderazgos absolutistas y sin verdades absolutas. Y esta necesidad no es exclusiva. Necesitamos nuevos paradigmas. La mayor necesidad de la civilización es conseguir un nuevo tipo de individualidad que no sea parasitaria del líder supremo, del partido todopoderoso, de la súper raza, de la tiranía autoimpuesta, de la mesa de la unidad, es decir, de ciudadanos que puedan tomar decisiones independientes, basadas en sus necesidades y valores sin pisotear a los demás. Ellos –nosotros—romperán las tablas en las que se escriben los conceptos colectivistas de los políticos, las leyes en las que se esclavizan a los individuos en nombre de los conceptos hipócritas y gran-elocuentes, impuestos en supuesto beneficio de las masas depauperadas.

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